En un anterior artículo titulado “Apuntes sobre la Teoría General del Delito (1)” habíamos abordado la tipicidad como la primera categoría de toda conducta que riñe con los parámetros legales establecidos por la norma penal. Señalamos  que el “tipo” es una calificación que el legislador configura sobre las acciones que deben ser penalizadas; de ahí que cuando nuestro código sanciona el acto de sustraer fraudulentamente un bien mueble, se hable del Robo como el tipo penal a sancionar.

Pero el delito, como conducta reprochable, contiene una segunda categoría que lo pone en evidencia ante las normativas penales; a saber, dicha categoría es la Antijuricidad. Para el penalista español Francisco Muñoz Conde, la antijuricidad expresa la contradicción entre la acción realizada y las exigencias del ordenamiento jurídico; es decir, es la categoría de los actos delictivos que produce la separación de éstos con lo permitido por las normas penales. Para algunos, como lo es para Maurach, la antijuricidad infiere una exposición de los hechos que no son antijurídicos concretamente, y que por lo tanto resultan irrelevantes para la norma penal. Es por ello que Ricardo Nieves, reproduciendo explícitamente el criterio de Bacigalupo, reconoce como correcto plantearse primero el problema de la tipicidad como la primera categoría de la conducta delictiva.

Para definir la antijuricidad, sin embargo, no basta con resumir que constituye el segundo elemento de lo injusto entendida, a su vez, como todo acto contrario al derecho penal. De hecho, decir que lo antijurídico se resume en la mera contradicción entre la acción y la norma dejaría sin solución a un conjunto de planteamientos teóricos que afectarían al final el sentido práctico del derecho penal. Por ello, es más preciso aducir que lo antijurídico no solo representa una contrariedad de la norma penal con el ilícito, sino también la falta de justificación legal de un hecho determinado. De esta última determinación es que se puede partir para inducir que no todo acto típico tiene que ser necesariamente antijurídico; ya que pueden suscitarse elementos de justificación que eximen a la acción de antijuricidad. Un ejemplo de lo anterior es aquel caso donde se comete homicidio en una circunstancia evidente de legítima defensa.

Aunque la antijuricidad no admite categorías, debe hablarse necesariamente de una antijuricidad formal y una antijuricidad material. Ambas cosas son aspectos distintos del mismo elemento que permiten aclarar la esencia de la categoría. El aspecto formal de la antijuricidad se presenta con la simple contradicción de la norma con la acción, y el aspecto material refleja el bien jurídico que la norma pretende proteger. Hasta aquí, vale preguntarnos: ¿Cuál es, por consiguiente, la esencia real de la antijuricidad?

La antijuricidad, contrario a lo que pueda pensarse, tiene su esencia en el aspecto material. Solo podrá hablarse de un hecho antijurídico en la medida que se produzca la ofensa a un bien jurídico protegido por la norma, de lo contrario, el criterio de que el elemento antijurídico es irrelevante para el derecho penal sería el único, y no valdría ninguna otra posición doctrinaria.