1. Dicen que no se valora lo que se tiene hasta que se pierde. Y ese es nuestro mayor peligro presente: desde las estrecheces del confinamiento añorar los tiempos perdidos, como si no fueran en gran medida responsables de la crisis. Tenemos el riesgo de vivir el síndrome del éxodo, añorando los ajos y cebollas de Egipto cuando tenemos la oportunidad de caminar hacia la libertad. No miremos atrás con nostalgia de lo perdido. Tendremos el peligro de incapacitarnos para avanzar hacia la novedad que nos salva, como la mujer de Lot. Soñemos con el futuro diferente. Es el tiempo de nuestra oportunidad. No busquemos recuperar el pasado. Aprovechemos para dar el salto hacia adelante.
2. Vivimos en un mundo dividido: entre hombres y mujeres, izquierda y derecha, creyentes y ateos, blancos y negros, ricos y pobres, nacionales y extranjeros, … Tenemos fronteras para separarnos del otro, que es peligroso. Pensábamos que la manera de protegernos era levantar muros y verjas, cerrar puertas a los que no fueran de los nuestros. Cuando se deterioró la educación porque no quisimos pagar el costo de su universalidad, creamos colegios privados. Cuando los hospitales no pudieron mantener la calidad al aumentar sus servicios, creamos clínicas privadas para garantizar nuestra salud. Crear instituciones privadas para protegernos de los otros. Cuando la policía se corrompió, creamos guardas privados para proteger nuestra vidas y propiedades y cerramos nuestros vecindarios. Cuando los migrantes nos invadieron en busca de vida, levantamos muros para excluirlos de nuestro bienestar. Pero no pudimos evitar vivir en un mundo sin educación que nos arropó; ni pudimos escapar de habitar ciudades violentas; ni escondernos de la muerte; ni producir sin el trabajo de los migrantes; ni defendernos de un virus que atravesaba puertas, clases y nacionalidades.
Somos parte de una humanidad que no puede encerrarse en burbujas asépticas. Los botes salvavidas no llegan a puerto. O nos salvamos todos o nos hundimos todos. El deterioro ecológico nos lo está advirtiendo, pero demasiado progresivamente como para que le hagamos caso. Ha tenido que venir una pandemia de extrema agresividad para que descubramos que si el mundo se para, todos padecemos. Y el mundo sólo funciona si todos nos involucramos. Jugábamos a hacer huelgas de unos días, pero las levantábamos porque todos sufrían, y algunos tenían menos para resistir. Pero ahora no podemos decidir hasta cuándo. El virus nos ha hecho sentir nuestra interdependencia no reconocida ni pagada. Si todos no cooperan no hay forma de detener el virus. ¿Cómo expresar esta interdependencia en nuestras formas de organizar el trabajo, el poder, nuestras relaciones, la economía, los servicios públicos, el reparto de la riqueza producida?
3. Añoramos una unidad que no borre nuestras identidades, que no se convierta en uniformidad, que respete la diversidad de nuestras identidades. Las tecnologías vinieron a conectarnos. Nos enseñaron a aprender por colaboración, a trabajar en redes que nos conectaban en nuestra diversidad. Descubrimos que lo importante no es acumular conocimientos, dinero, poder, sino conectarnos bien. Pero nosotros seguimos siendo consumidores individuales, obsesionados por el consumo, tratando de ganar por acumulación y no por conexión. Para tener más, evitamos compartir. Menos impuestos para tener cuentas bancarias mayores.
Ahora un virus nos separa de nuevo. Nos aísla. Nos incomunica. Las palabras que nos unen las oculta en la mascarilla. Nos prohíbe el abrazo y esteriliza nuestros contactos. Nos hace sentir la orfandad de nuestra soledad encerrada, aunque la jaula sea de oro.
Y nos devela que nadie se salva solo, que si todos no nos protegemos nadie estará seguro, por más muros que levante o puertas que cierre. Todos necesitamos de todos para crear un mundo seguro. Lo único que nos salva es la solidaridad. Nuestras vidas dependen de quienes generosamente estén dispuestos a arriesgar la suya por nosotros. De quien se ofrece a dar la suya como grano de trigo que cae en tierra y muere para dar fruto. Necesitamos de los maestros, el personal sanitario, los que protegen nuestras vidas, los que producen nuestros alimentos, los que hacen funcionar el mundo en que vivimos. Necesitamos darles nuestro aplauso cada noche, las posibilidades de hacer su trabajo con seguridad, el estímulo de recibir su paga justa. Necesitamos unos de otros. Pero nuestras formas de organizar la sociedad no lo reconocen. Siguen protegiendo el afán de lucro, de acumulación, sobre el espíritu de solidaridad y el reconocimiento de nuestra interdependencia. Seguimos defendiendo lo mío a costa de lo nuestro. Seguimos queriendo menos impuestos, aunque impliquen menos servicios públicos. Seguimos queriendo que los salarios sean regidos por la ley de la oferta y la demanda y no por el justo reconocimiento a un servicio necesario.
Que la pandemia nos enseñe a organizar la economía y el poder de otra manera en la casa, en el mercado, la Iglesia, la nación y la comunidad internacional.
4. Las torres gemelas son el símbolo de nuestra inseguridad. El terror nos puede sorprender en cualquier lugar. La inseguridad de las calles nos hace temer la soledad, lo desconocido. La violencia entra hasta en la intimidad de los hogares. El miedo se nos instala como compañero de camino. Y cuando no tenemos enemigos los inventamos, para justificar nuestra intransigencia y nuestra represión.
Aprendimos a protegernos aislándonos, alejando a los diferentes de nuestro entorno, buscando poder que nos proteja, que nos haga más fuertes que los otros, que nos defienda de los múltiples fantasmas enemigos.
La pandemia irrumpe en nuestras vidas creando pánico. Cuando muere el vecino. Cuando el amigo da positivo. Cuando se llevan toda una familia. Cuando las calles quedan desiertas, cuando en la televisión nos dan los números de los fallecidos, el pánico se apodera de nosotros.
Y descubrimos que cuando llega, no hay dinero ni poder que salve, solo el amor de quien sirve al enfermo, de quien entrega el respirador, de quien respeta las normas de prevención para protegernos, de quien nos acompaña cuando nos desplomamos agotados del encierro, de quien nos hace cantar, aplaudir, rezar para olvidar el miedo. Y descubrimos que sólo el amor salva. El amor de quien se arriesga a servir hasta la cruz.
Que la pandemia no nos enseñe a encerrarnos más en mi casa, mi círculo, mi clase. Que nos enseñe a compartir, a participar, a servir. Que haga del voluntariado la forma ciudadana de vivir.
5. Dicen que conocemos mejor al presentador de televisión o la cantante de moda que al vecino de al lado. Vivimos en un mundo de extraños, donde sospechamos de todos: de la que lleva la cabeza envuelta en un turbante, del que lleva un peinado punk, del que anda andrajoso por la calle, del que tiene ideas peligrosas, del que puede ser un pederasta.
Al conectarnos aprendimos a tener amigos de otros países, a comunicarnos con desconocidos, a descubrir que los diferentes son también humanos y sensibles, a desmontar prejuicios que llevábamos tatuados por generaciones.
Y de buenas a primeras percibimos en quien se nos acerca puede ser un portador del virus, y comenzamos a tomar distancia de todos. Hasta de los más cercanos. El abrazo efusivo se hace gesto distante. El beso se convierte en una mirada temerosa. Se evitan las palabras que pueden portar el virus al pronunciarlas.
Pero empezamos a fijarnos en los más ancianos, en los más débiles, en los más desprotegidos. Los hasta ahora desechables, que no eran el centro de ninguna mirada, son ahora sujetos de nuestro cuidado. La mirada, a pesar del miedo, se nos hace compasiva. Quizá porque sospechamos que, si ellos se salvan, nosotros nos salvamos. Y recordamos que lo que hicieron a uno de estos pequeños…
Que la pandemia ni nos haga más desconfiados, ajenos, sino que nos enseñe a construir relaciones desde la transparencia y la confianza, a dar los buenos días y una sonrisa a todos, a disfrutar del don de la vida que amanece cada día con cuantos nos rodean, aunque sean diferentes.
6. Las fronteras son una herida sangrante de nuestro mundo. Ellas representan el límite de nuestra libertad, el cierre del horizonte, la tierra prohibida, la condena a la exclusión. Para los que nacimos en una isla, la frontera es un mar que nos incomunica. El sueño está siempre más allá de esa frontera que nos retiene.
El mundo moderno ha ido rompiendo fronteras: geográficas, culturales, científicas, … Hemos llegado a tierras prohibidas, hemos transgredido fronteras saltando vallas, rompiendo prejuicios, cambiando culturas y leyes ancestrales. La creatividad y la innovación parecían haber deshecho todos los límites. Y aunque muy dolorosamente, los pueblos aprendimos a cruzar fronteras.
Pero vino el virus corona que transgredió todas las fronteras y se expandió rápidamente, con agresividad, por todo el mundo. No respetó naciones, culturas, edades, género, religiones. No pidió permiso, ni sacó visa.
Y pareció justificar las fronteras cerradas.
Pero en realidad nos reveló que, por más barreras que levantemos, somos uno, un solo cuerpo que responde al mismo virus. Somos del mismo barro, comemos el mismo pan y bebemos el mismo vino. Estamos llamados a ser un pueblo, su pueblo y que Él sea nuestro Dios. Necesitamos todos la misma vacuna.
Tenemos que repensar nuestros conceptos de nación y frontera y aprender a pensar en un mundo uno, en la gran familia de Dios.
7. El reto es aprender para no volver atrás, sino saltar adelante. Necesitamos reunirnos para juntos reflexionar esta experiencia y sacar conclusiones que nos ayuden a caminar hacia la novedad de un mundo mejor preparado para enfrentar las pandemias. Que las empresas, los centros educativos, las iglesias, los gobiernos, los medios de comunicación promovamos la reflexión compartida, la búsqueda colaborativa de nuevos caminos.
Que no volvamos a reconstruir los viejos modos de proceder. Que nos reencontremos para repensarnos, para innovar nuestras formas de relación.