Las democracias no se construyen solamente a base de leyes y constituciones. La democracia impera cuando sus reglas se transforman en hábitos de los ciudadanos. Cuando se hace una costumbre el respeto a las reglas y normas de convivencia y los principios de la Constitución se aceptan como pautas de la vida cotidiana. Funciona a partir del momento en que la población los asume como un estilo de vida.
Vivir en democracia no es tarea que concierna únicamente a los gobiernos. Los ciudadanos juegan un papel preponderante, porque se requiere de su atenta vigilia para hacer posible la dinámica que evite una especie de hibernación, que la condene a un somnoliento letargo. El funcionamiento de una democracia depende, por tanto, de la aceptación por los ciudadanos de los límites del ejercicio de sus derechos, si esto supone la garantía del usufructo de ellos por los demás. No se ejerce por la fuerza ni por la intimidación, por mucho que la sanción sea el freno a las excesos que la devoran. Tampoco es el resultado de acciones y políticas restrictivas, aun cuando muchas veces se hagan necesarias para la preservación del orden y los niveles mínimos de organización que permitan el libre ejercicio de las libertades públicas.
En el fondo, la democracia es la expresión máxima de la tolerancia, sin la cual no sería posible. Es aceptar que los demás no siempre están equivocados; que la verdad no se mide plebiscitariamente ni se determina por la voluntad de un poder que se estime superior a las leyes. Es coexistir con las diferencias. Por eso, es una práctica esencialmente cultural, fundamentada en el respeto a los derechos de la comunidad entera, cuyos hábitos se adquieren básicamente a través de la tradición, por lo que se hace a veces tan difícil entenderla y admitirla en el diario quehacer ciudadano.
Es por eso que a muchas sociedades se les hace tan cuesta arriba insertarla como una forma de vida diaria.