El Queridoncho no era un vendedor de drogas cualquiera. El Queridoncho vendía yerba con la misma abnegación con la que los médicos de vocación recetan remedios. No vendía cilantro, decía, sino sosiego.

El Queridoncho se veía como un chamán urbano: acompañaba a sus pacientes en sus viajes. Les hacía descubrir los placeres simples de la vida: escuchar el canto de un ruiseñor posado en la cruz de una tumba, oler los crisantemos de los vendedores de flores, observar el azul puro del cielo, los rabos de nube que lo cruzaban y las postrimerías bamboleantes de una mulata que bajaba a comprar ropa usada en el mercado.

El Queridoncho tenía la caridad de un sacerdote de quinto patio. Amaba a todos por igual (a todos llamaba querido, querida, de ahí su apodo):  a los tígueres y a los jevitos, a los jóvenes y a los viejos, a los ricos y a los pobres…Igual curaba al hijo de papi y mami de cartera llena y corazón vacío que al artista sin inspiración que al operario sin un chele en el bolsillo. Cuando alguno de sus pacientes – así los llamaba – estaba en la olla, cogía lo que pudiera dar. Y si no tenía, le fiaba y hasta le regalaba sin más su medicina.

El Queridoncho tenía su “punto” – entonces no se les llamaba “puntos” – en Pueblo Nuevo, a la sombra de la pared del cementerio, junto a las haitianas que cuereaban noche y día.

Muchas veces cruzaba la 6 de septiembre y venía a la Texaco, a sentarse largos ratos en una de las sillas para las visitas para exponernos su particular filosofía de vida. Porque era un filósofo, una mezcla de Epicuro, de Sócrates y de Zenón de Zitio de barrio. Yo, que siempre me las di de intelectual, hacía de abogado del diablo, trataba de acorralarlo, de hacerle admitir que su profesión era ilegal, ilegítima, inmoral, pecaminosa. Pero nunca pude derrotarlo, no importaba qué estrategia utilizara para tratar de vencerlo: el Queridoncho era un contradictor temible.

Una vez enfoqué el debate desde el punto de vista religioso. Como había estudiado en un colegio católico, creí que iría de robo. Pero no contaba con su pasión por la lectura. Cuando le dije que la droga atentaba contra los mandamientos de Dios, me recitó un versículo del Génésis: “Dijo Dios: produzca la tierra hierba verde. He aquí que os he dado toda planta que da semilla”. Y concluía: “Querido, Dios no hablaba solo de los guandules ni de los jobos… también de la verdolaga”. Cuando argumenté que la droga anestesiaba el espíritu, la moral y la conciencia, volvió a referirse al Génesis: “Querido, pero si Dios anestesió a Adán para sacarle una costilla”. “Probar la droga es un pecado” ataqué, por última vez. “Probadlo todo y escoged lo bueno”, ripostó, como si él fuera Saulo de Tarso y yo un tesalonicense cualquiera.

Otra vez, intenté atacarlo desde el lado legal, pero descubrí que el Queridoncho no solo leía la Biblia. Nueva vez barrió el piso conmigo. Empezó citando a Thoreau, considerando que era una obligación ciudadana desobedecer leyes ilegítimas. Y para él, la ley 50-88, que se conocía de cabo a rabo, era la más ilegítima de todas: se aplicaba, decía, solo a los chiquitos. Agregaba que mientras los grandes se codeaban con los políticos y la alta sociedad, los chiquitos lo hacían con los presos de la san Luis. Porque mientras los chiquitos solo aparecían en las páginas policiales de los periódicos, los grandes lo hacían, enflusados y sonrientes, en las páginas sociales, junto a presidentes y senadores. Los chiquitos eran los que chiripeaban como él; los grandes, los que ganaban tantos millones que podían darse el lujo de quemar las avionetas en que traían toneladas de cocaína, una vez las descargaban…Por cierto, el Queridoncho se abstenía de vender cocaína, heroína y crack pues, a diferencia de la marihuana, que provocaba la paz interior, decía, estas generaban soberbia y violencia y destruían a quienes las consumían. Tampoco era partidario del uso de drogas de síntesis como el Toquilón, pues además de sintéticas, eran importadas. Porque el Queridoncho era partidario de que se consumiera lo nuestro, por lo que a las sustancias producidas industrialmente e importadas desde los Andes soberbios prefería a las criadas artesanalmente, con esmero, en las humildes lomas de Jacagua.

El Queridoncho no iba a nuestras oficinas solo a conversar. Con frecuencia lo hacía huyendo. Cuando entraba con un bolso de esos que regalaba la Tabacalera bajo el brazo, uno de esos bolsos plásticos que tenían pintadas una cajetilla de Montecarlo de un lado y una de Constanza del otro, el cual contenía sus escasos trapos, sabíamos que la Policía había hecho una redada. “Querido, pero yo solo quiero el bien para mi prójimo”, me decía con evidente congoja, y luego se iba. Entonces pasaban meses antes de que volviera a aparecer.

Sus visitas se fueron espaciando hasta que un día no volvió más. Intrigado, me paré un día a averiguar con las haitianas sobre su paradero. Me dijeron que se había ido en yola a Puerto Rico. La cosa se había puesto dura: en Pueblo Nuevo había ahora treinta y siete puntos de drogas. Sus competidores no tenían sus escrúpulos, vendían todo tipo de sustancias nocivas. Lo único que les interesaba era hacer plata, y rápido: Eran como los mercaderes que se gradúan de médicos. En fin, la Policía ya no perseguía a sus dueños para apresarlos sino para quitarles su tajada. La competencia desleal y el macuteo policial acabaron con la obra filantrópica del Queridoncho.

Poco después recibí una llamada suya. Estaba bien, vivía en Santurce, se había casado con una boricua, trabajaba mucho y estaba ganando lo suficiente para subsistir. “Querido, ahora vendo un remedio más eficaz contra la soledad, la tristeza y el vacío espiritual que la verdolaga. El que lo prueba no lo deja”, me dijo, entusiasmado. Por un momento temí que hubiera colgado sus hábitos, que hubiera traicionado su mística hipocrática. No sin cierto temor, le pregunté si hablaba de la cocaína, de la heroína o del crack. Negó tres veces.

“No, querido: ahora vendo celulares”, me contestó.