En este momento en que el país se encuentra inmerso en un proceso de campaña electoral, vale la pena remarcar que la democracia es un sistema que no se limita a la elección de los gobernantes, sino que comporta el reconocimiento y la protección de un amplio número de derechos de los ciudadanos. Los países que gozan de sistemas democráticos fuertes son los más prósperos, no sólo porque se cuentan entre los que poseen un crecimiento económico más estable y continuado, sino porque registran los mayores índices de bienestar –educación, capacidad de crecer mediante la innovación y la incorporación de una elevada proporción de valor añadido- y de redistribución –altas tasas de de inversión en bienes y servicios públicos-,  así como una cierta cohesión social –servicios compensatorios, ayudas y subsidios bien enfocados y para los menos favorecidos-.

Sería imposible que el país caminara hacia una democracia sólida y de calidad sin un sistema legal claro y preciso en sus formulaciones y en su observación, sin unas instituciones judiciales fuertes e independientes, sin unos funcionarios profesionales sujetos al desempeño de sus obligaciones y a mecanismos que corrijan las desviaciones de autoridad o el mal ejercicio de sus funciones en beneficio propio o de sus allegados.

Además, si queremos avanzar hacia la consolidación de nuestro proceso democrático es imperativo el desarrollo de una determinada cultura política basada en la participación real y no en el clientelismo, la cooptación  y la dádiva; una cultura que se fundamente en la observación escrupulosa de la norma y en la generación de confianza entre gobernantes y gobernados. Una democracia fuerte exige una cuidadosa separación de poderes; precisa del respeto hacia el adversario; reclama de un marco en el que la sociedad civil pueda desenvolverse sin cortapisas ni injerencias del Estado; necesita de unos medios de comunicación libres e independientes que proporcionen información veraz y se hagan eco de la opinión pública general, y no sólo de los intereses de grupos corporativos o de un gobierno.

Esa cultura política no es innata, sino que constituye un largo aprendizaje que los poderes públicos tienen el deber de promover ofreciendo los medios, pero sobre todo dando ejemplo de buen gobierno. El núcleo de esa cultura política es el ciudadano, que en modo alguno puede ser relegado a un sujeto pasivo al que periódicamente se solicita el voto.

Si no se cambian las prácticas políticas de nuestros líderes, si no se fortalecen las instituciones, si la política sigue funcionando como un medio para crear nuevos millonarios, si la inequidad sigue campando a sus anchas a nuestro alrededor, estaremos condenados a vivir en una democracia raquítica, independientemente de los discursitos de las campañas electorales.