El desarrollo y distribución de las vacunas se encuentran entre los mayores logros de la ciencia y la salud pública, ya que han supuesto un aumento significativo en la esperanza de vida y una caída notable en los costos de salud. Sin las vacunas, millones de personas contraerían enfermedades serias y muchas veces incurables.
Cuando una persona adquiere una enfermedad infecciosa y sobrevive, su cuerpo desarrolla defensas o anticuerpos contra el micro-organismo que la causa de modo que si vuelve a ser infectado por el mismo gérmen es probable que no padezca el achaque o, si lo padece, suele ser más leve. Entonces se dice que el sujeto es inmune a esa infección. Lo ingenioso de las vacunas es que reproducen este mismo proceso, pero ahorrándole a la persona el sufrimiento del mal, ya que contienen un microbio muerto o inactivado que no es lo suficiente fuerte para causar la enfermedad aunque sí para estimular la producción de anticuerpos contra el mismo por parte del sistema de defensa o inmunológico del individuo. Pero los beneficios de este portento no acaban aquí, pues si una infección es introducida en una comunidad donde existe un alto nivel de vacunación contra la misma, al no poder propagarse, aún las pocas personas que no hayan sido vacunadas estarán indirectamente protegidas. A esto último se le llama inmunidad comunitaria, y podría servirnos a los humanos como ejemplo de las ventajas que ofrecen las actividades colectivas para el bien común.
La inmunización rudimentaria contra la viruela o variolización empezó a realizarse originalmente en Asia, pero no fue hasta el siglo dieciocho cuando el médico inglés Edward Jenner aplicó el método científico a esta práctica y demostró su eficacia y reproductibilidad. Observó que las ordeñadoras de vacas que habían padecido viruela bovina (una forma leve de viruela) no se infectaban con viruela humana. Entonces preparó una solución con pústulas de una de esas ordeñadoras (que él llamó vacuna, palabra derivada del latín "vacca" que significa vaca) y se la inyectó al hijo de su jardinero. Más tarde expuso al niño a la viruela humana y éste no enfermó, como tampoco lo hicieron otras personas que luego recibieron la misma vacuna.
Desde entonces se han desarrollado vacunas para múltiples enfermedades que han ido perfeccionándose con el tiempo. Las más efectivas son las que actúan contra las infecciones que sólo pasan por el cuerpo humano, pues ofrecen la posibilidad de eliminar esos males de la faz de la Tierra. Esto sucedió con la viruela, que en 1980 fue declarada erradicada por la Organización Mundial de la Salud. Sin embargo, se sabe que existen reservas del virus de la viruela para ser empleado como arma biológica. Así de macabra puede ser la naturaleza humana.
A pesar de sus grandes beneficios, desde los tiempos de Jenner, las vacunas siempre han sido rechazadas por una parte de la población. De hecho, el término "objetor de conciencia" se utilizó inicialmente para designar a las personas que se oponían a las vacunas. Uno de ellos fue Benjamín Franklin, cuyo hijo de cuatro años murió de viruela por no haber sido vacunado.
El rechazo a las vacunas por razones religiosas también ha estado presente. Algunos por la creencia de que el cuerpo es sagrado y no debe ser expuesto a ciertos productos químicos o animales, y otros porque existen cuatro vacunas (las del sarampión alemán, la rabia, la varicela y la hepatitis A) que utilizan para el crecimiento del virus células que fueron extraídas originalmente de dos fetos humanos abortados electivamente en el siglo pasado. Por otro lado, hay cuatro países donde la polio transmitida por el virus salvaje (que fue erradicada del Hemisferio Occidental en 1994) es todavía endémica: Paquistán, Afganistán, Nigeria y la India. Allí, una parte de los fundamentalistas islámicos se oponen a la vacuna.
En 1999, el periodista británico Edward Hooper escribió un libro titulado "The River" ("El Río"), donde especula que el virus de inmunodeficiencia humana (VIH) se transmitió de los monos africanos a los humanos a través de la vacuna de la poliomielitis, pues para el crecimiento del virus de esta vacuna se utilizan células de chimpancés que pudieron haber estado infectados con el virus de inmunodeficiencia simia (VIS), que luego se adaptaría a los humanos. Felizmente, esta idea escandalosa ha sido descartada con evidencia científica.
De todos los dardos que han sido lanzados contra las vacunas, ninguno tan venenoso como el reclamo que estas son la causa del autismo. Todo empezó cuando el gastroenterólogo inglés Andrew Wakefield publicó un pequeño estudio donde supuestamente se encontraron partículas de los virus contenidos en la vacuna MMR (de paperas, sarampión y sarampión alemán, por sus siglas en inglés) en el intestino de niños autistas y especuló que esos virus inactivados pudieron haber alcanzado el cerebro de estos chicos y producir autismo. Luego se demostró que Wakefield estaba a sueldo de una firma de abogados que representaban a unos padres que pensaban que la vacuna le había hecho daño a sus hijos, lo cual lo llevó a falsificar datos. Además, sus hallazgos nunca pudieron reproducirse en numerosos estudios científicos ulteriores. Recientemente se le revocó la licencia para practicar medicina en Inglaterra.
No obstante, la charlatanería científica de Wakefield tuvo eco en varios países desarrollados, sobre todo en USA, Inglaterra y Francia. En ese primer país, la voz cantante la lleva una actriz, estudiante de enfermería frustrada y ex-modelo de la revista Playboy llamada Jenny McCarthy, apoyada por su amante el actor Jim Carrey y otras personalidades, como Robert Kennedy Jr. McCarthy tiene un hijo autista y está convencida (sin pruebas que lo confirmen) que se debe a las vacunas que recibió.
Hasta ahora, la causa del autismo es desconocida. Se cree que tiene una base genética y parece ocurrir con mucho mayor frecuencia que en el pasado. En USA se estima que uno de cada 150 niños padece alguna forma de esta dolencia. Lo único que tienen en común el autismo y las vacunas es la temporalidad, pues los síntomas del primero suelen hacerse más evidentes a la edad en que los niños reciben la mayor cantidad de vacunas. Un gran número de estudios científicos controlados realizados en diferentes países han descartado que las vacunas y sus componentes sean el origen del autismo.
Ninguna vacuna es cien por ciento efectiva o libre de efectos secundarios. Sin embargo, la mayoría de esas reacciones adversas son menores y muy raras veces serias. En cierto modo, las vacunas parecen haber caído víctimas de su propio éxito, pues el hecho de que la mayoría de los males que previenen hayan sido controlados en los países desarrollados hace que los habitantes de esos lugares nunca hayan visto un caso concreto y, por consiguiente, se concentran más en los peligros potenciales de las vacunas que en sus beneficios. Cada vez que el nivel de vacunación de un país baja, muchas veces por controversias alrededor de una vacuna específica, miles de casos de esa enfermedad vuelven a ocurrir con un saldo de mortalidad considerable.
Las campañas anti-vacunas engendran un peligro real porque su discurso sensacionalista y pseudo-científico moviliza a las clases medias y altas de los países desarrollados, las cuales tienen una gran influencia política y económica en sus respectivas naciones. Sus llamados pudieran tener respaldo y conllevar al rechazo masivo de las vacunas en esos lugares. Si esto llegara a ocurrir, las compañías farmacéuticas, como buenas meretrices de las leyes del mercado, podrían dejar de producir vacunas vitales para la humanidad o producirlas a costos prohibitivos para las grandes mayorías. La impudicia no conoce límites cuando de intereses económicos se trata.