En todo el mundo, en todas las ciudades, Apolo es el dios del sol (Han sido Apolo los cohetes americanos que secretamente soñaron con llegar al sol), de las profecías, del tiro al arco y, sobre todo, de la música. En todo el mundo, en todas las ciudades, se le honra con salas de concierto: de Harlem a Milán, de Barcelona a Rochefort.. En todas las ciudades sucede lo mismo.

Menos en Santiago de los Caballeros.

En Santiago, también se le dedicó al dios un templo: el teatro Apolo. Pero en esta maravillosa obra arquitectónica situada justo al lado del edificio de Correos, justo al lado del centro del universo, sito en la calle del Sol con San Luis, no se celebraban ni la música ni las profecías ni el tiro al arco. En Santiago, Apolo era el dios del sexo. Y el teatro su templo.

Salvo un breve período durante el cual fue templo de un dios Marte karateca, al cual llevaban sus padres a los alfeñiques para que aprendieran las técnicas de Bruce Lee y las aplicaran contra los que los acosaban en la escuela (la absurda palabra bulling no existía todavía), el teatro Apolo celebró la pornografía, esa palabra tan sucia que, sin embargo, procede del griego más puro.

En el frente del Apolo podía leerse el título de la película de turno y observarse algunas fotos de sus escenas, en las que se cubrían las partes íntimas de los actores con púdicas crucecitas negras. Fotos que por cierto sobraban, pues solo los títulos – que no dejaban nada a la imaginación – bastaban

La clientela del Apolo era de lo más variopinta.

En primer lugar estaba la muchachada. Hartos de las pudibundas clases de educación sexual en las que graves curas les advertían que la masturbación reblandecía el cerebro, hartos de las revistas, de las fotonovelas y de las adaptaciones de paquitos – todas picantes – que compraban en la cercana librería Espartaco, hartos de sus títulos (“Las Chicas de Tetuán”, que no se refería a la ciudad marroquí, sino a sus abundantes testamentos), hartos de los diálogos de sus heroínas (“La fiebre del sexo me devora”), hartos de Lorenzos y Pepitas lascivos, hartos de la pésima calidad de esas obras eróticas (burdas fotocopias en blanco y negro), hartos de todo, los muchachos, a los que el sexo puro y simple, el sexo verdadero les estaba vedado, se dirigían al Apolo a buscar su dosis de sucedáneo, a darle qué comer a sus lívidas libidos, hambrientas e insaciables.

Al Apolo acudían también reputados abogados penalistas, sin dudas para incrementar su conocimiento sobre delitos tales como el estupro, la pederastia, la sodomía, el escandalo en la vía pública y el atentado a la moral y a las buenas costumbres; profesores de literatura, sin dudas  para explicar a sus alumnos de forma más convincente las obras del marqués de Sade o de Henry Miller o de Anais Nin, profesores que justificaban sus visitas al Apolo citando a San Pablo (“Vedlo todo y escoged lo bueno”); parejas cuya vida conyugal precisaba de un poco de sazón; organistas de iglesia discretamente homosexuales, algún que otro retrasado mental (que, luego de ver en qué consistían parte de los deberes conyugales, insistía con violencia en casarse de inmediato) y, naturalmente, toda clase de obsesos sexuales (u obsexos).

A pesar de la heterogeneidad de esta fauna, todos seguían un riguroso rito: mirar a ambos lados de la San Luis y colarse cuando estaban seguros de que no había moros en la costa; comprar sus entradas a la taquillera que, a pesar de que era feúca, miraban con lascivia; entregarlas al portero que siempre tenía cara de pocos amigos y buscar en la oscuridad los escasos sillones que no estaban manchados del ‘engrudo vital’ cuyo olor llenaba todo el espacio oscuro.

A pesar de que se anunciaban dos tandas, las películas del Apolo se exhibían de manera continua. Por esto, y porque el argumento era de una simplicidad absoluta, los clientes llegaban a cualquier hora de la tarde.

Los muchachos temían al portero. Primero porque guardaba con celo, cual un cancerbero, la puerta de ese infierno. No dejaba pasar a ningún menor de edad, aún cuando este se pintara un bigotillo con el tizne de la paila del arroz. No dejaba pasar incluso a los mayores de edad que pretendían burlarse de él, preguntándole cuál era el director, cuál el guionista,  o el y la protagonista de esa película que ya no verían.

Dentro reinaba un ambiente de camaradería. Dentro se vociferaba al infeliz que, en medio de la película, se dirigía al baño quién sabe con qué inconfesables intenciones. Dentro se vociferaba cuando el carrete de la película se rompía. Y cuando, en la pantalla, uno u otro de los amantes mandaba al contrincante – es un decir -, como se diría en el boxeo, a la lona.

En el Apolo no se vendían ni chocolates, ni cocacolas ni cocalecas. Bastante tenían sus ocupantes con el banquete que se servía en la pantalla. El que quería, podía llevar qué beber, qué comer, qué fumar. Los muchachos llevaban a veces una botella de Bermúdez blanco, como para celebrar. Los novios llevaban paletas de chicle, quien sabe con qué inconfesables intenciones. Y fumaban cremas y casinos sin filtro, fumaban ese fuerte tabaco negro que había que fumarse como lo exigía el protocolo luego de la llegada al ‘trance de la meneanza’.

Del Apolo se salía, con satisfacción, pero también con cautela, mirando a ambos lados de la San Luis para verificar que no hubieran moros en la costa.

Como otros cines de Santiago, como otros cines del Pueblo Abajo, el Apolo fue cayendo en desgracia, acaso por la llegada del internet y las chicas bíper. Un día cualquiera cerró sus puertas, para tristeza de penalistas, literatos, organistas homosexuales, retrasados mentales, obsexos, parejas vagabundas, matrimonios rancios y muchachos arrechos.

Las salas del Apolo terminaron sus días como depósito de telas, de casimir inglés, de lino, de dril, de esas telas con las que se mandan a hacer trajes los notarios que van a misa los domingos.