En el lejano año 1964 Umberto Eco dio a conocer un libro de ensayos sobre la cultura de masas que se convertiría en paradigma de las ciencias sociales y en uno de los más grandes éxitos de venta de la época, “Apocalípticos e integrados”.
Ese es el título de la obra que consolidó la fama de su autor,
un filósofo, un experto en semiótica, un erudito (“el hombre que lo sabía todo”), y que también se destacaría más adelante como novelista.
Lo que más llamó la atención fue el instrumental teórico con el que Eco emprendía el análisis de “la estructura del mal gusto”, el papel de televisión y de los medios audiovisales como instrumento cultural, la canción popular y sobre todo el de los personajes del mundo de los comics, tiras cómicas, paquitos, historietas ilustradas o como se les quiera llamar.
Que un hombre de tanta formación dispusiera de un bisturí crítico tan refinado como sus vastos conocimientos le permitían para diseccionar, por ejemplo, la figura de Superman parecía por lo menos desproporcionado, algo así como aplastar una mosca con un martillo.
Superman, sin embargo, constituye un fenómeno de masas desde 1938 y su presencia o mejor dicho su omnipresencia en series de radio, incontables programas de televisión, producciones y superproducciones cinematográficas, videojuegos e historietas ilustradas periódicas que se venden y revenden por cientos de millones ejerce una enorme, decisiva influencia a través de todo tipo de medio de comunicación a nivel mundial.
Y, como explica Humberto Eco, “no es cierto que los comics sean una diversión inocua que, hechos para los niños, puedan ser disfrutados por adultos, que en la sobremesa, sentados confortablemente en un sillón, consuman así sus evasiones sin daño y sin preocupaciones. La industria de la cultura de masas fabrica los comics a escala internacional y los difunde a todos niveles”: reproduce y manipula valores y creencias, modelos de comportamiento y pensamiento político, etc.
Supermán (la criatura que inventaron “el escritor estadounidense Jerry Siegel y el artista canadiense Joe Shuster en 1933” y que vendieron en 1938) no es un simple personaje de ficción, es una imagen simbólica de muy especial interés. El mito de Supermán, como explica Humberto Eco, gravita sobre múltiples aspectos de la sociedad:
“El héroe dotado con poderes superiores a los del hombre común es una constante de la imaginación popular, desde Hércules a Sigfrido, desde Orlando a Pantagruel y a Peter Pan.
A veces las virtudes del héroe se humanizan, y sus poderes, más que sobrenaturales, constituyen la más alta realización de un poder natural, la astucia, la rapidez, la habilidad bélica, o incluso la inteligencia silogística y el simple espíritu de observación, como en el caso de Sherlock Holmes.
Pero, en una sociedad particularmente nivelada, en la que las perturbaciones psicológicas, las frustraciones y los complejos de inferioridad están a la orden de día; en una sociedad industrial en la que el hombre se convierte en un número dentro del ámbito de una organización que decide por él; en la que la fuerza individual, si no se ejerce en una actividad deportiva, queda humillada ante la fuerza de la máquina que actúa por y para el hombre, y determina incluso los movimientos de éste; en una sociedad de está clase, el héroe positivo debe encarnar, además de todos los límites imaginables, las exigencias de potencia que el ciudadano vulgar alimenta y no puede satisfacer.
“Superman es el mito típico de esta clase de lectores: Superman no es un terrícola, sino que llegó a la Tierra, siendo niño, procedente del planeta Kriptón. Kriptón estaba a punto de ser destruido por una catástrofe cósmica, y su padre, docto científico, consiguió poner a salvo a su hijo confiándolo a un vehículo espacial.
Aunque crecido en la Tierra, Superman está dotado de poderes sobrehumanos. Su fuerza es prácticamente ilimitada, puede volar por el espacio a una velocidad parecida a la de la luz, y cuando viaja a velocidades superiores a ésta traspasa la barrera del tiempo y puede transferirse a otras épocas. Con una simple presión de la mano, puede elevar la temperatura del carbono hasta convertirlo en diamante; en pocos segundos, a velocidad supersónica, puede cortar todos los árboles de un bosque, serrar tablones de sus troncos, y construir un poblado o una nave; puede perforar montañas, levantar transatlánticos, destruir o construir diques; su vista de rayos X, le permite ver a través de cualquier cuerpo, a distancias prácticamente ilimitadas, y fundir con la mirada objetos de metal; su superoído, le coloca en situación ventajosísima para poder escuchar conversaciones, cual fuere el punto donde se celebran. Es hermoso, humilde, bondadoso y servicial. Dedica su vida a la lucha contra las fuerzas del mal, y la policía tiene en él un infatigable colaborador.
“No obstante, la imagen de Superman puede ser identificada por el lector. En realidad, Superman vive entre los hombres, bajo la carne mortal del periodista Clark Kent. Y bajo tal aspecto es un tipo aparentemente medroso, tímido, de inteligencia mediocre, un poco tonto, miope, enamorado de su matriarcal y atractiva colega Lois Lañe, que le desprecia y que, en cambio, está apasionadamente enamorada de Superman. Narrativamente, a doble identidad de Superman tiene una razón de ser, ya que permite articular de modo bastante variado las aventuras del héroe, los equívocos, los efectos teatrales, con cierto suspense de novela policíaca. Pero desde el punto de vista mitopoético, el hallazgo tiene mayor valor: en realidad, Clark Kent personifica, de forma perfectamente típica, al lector medio, asaltado por los complejos y despreciado por sus propios semejantes; a lo largo de un obvio proceso de identificación, cualquier funcionario de cualquier ciudad americana alimenta secretamente la esperanza de que un día, de los despojos de su actual personalidad, florecerá un superhombre capaz de recuperar años de mediocridad”.
Una variante más adulta y actual de Superman, no tan bondadosa, respetuosa y pasiva no es ajena a la carrera presidencial en la que compiten un super hombre y una supermujer que se dicen dispuestos a mantener o recuperar la supremacía de cierto país en el mundo.
Ante esa perspectiva, quizás por eso es más apropiado que, en vez de apocalípticos e integrados, se hable hoy de apocalípticos y posibles desintegrados.