Don Pedro José Martínez, antiguo funcionario de Industria y Comercio durante el sombrío régimen que encabezó El Pequeño Ilustrado y desde entonces rico hacendado de Santa Ana, entró a la cafetería Palma Real, pidió su espeso café de costumbre y encendió su inseparable cigarrillo, el cual paladeó y luego succionó su filtro como si se tratara del más exquisito aperitivo.
Con sonrisa irónica frente a Antonio Hernández—hombre de avanzada edad y escasísimos bienes en este mundo–, don Pedro José Martínez se expandió más de lo habitual en torno a sus temas de siempre: lo correcto que él había sido como padre y esposo, lo solidario que había sido con sus congéneres, lo buen amigo de sus amigos, lo mucho que había tenido que trabajar para levantar su familia y su fortuna, sin haber incurrido nunca en prácticas contraria a la decencia. En fin, don Pedro José expuso detalladamente su monótono novelón, con el cual muchos de los que conocían no estaban de acuerdo, y sabían que su práctica de vida había sido totalmente opuesta a sus empalagosos predicamentos.
Varios días después, cuando la ausencia de don Pedro en la cafetería se le hizo extraña a Antonio, éste indagó con otro contertulio, quien le informó que don Don Pedro José Martínez casi no salía de su casa…
Antonio Hernández, quien a veces no disponía ni para un café, acostumbraba a aceptar los brindis de don Pedro y a intercambiar palabras con éste. Sin embargo, en esta ocasión decidió no interrumpir el consabido monólogo auto afirmativo del hombre, simplemente se dedicó a observar que el anfitrión mostraba una muy pronunciada amarillez dentaria y facial.
En menos de una hora, el potentado se había despachado media caja de Marlboro, al tiempo que sus palabras patinaban en torno a lo bondadosa que había sido la vida con él, bajo el amparo permanente de Dios, quien nunca había permitido que se sintiera frustrado o deprimido por nada en la vida.
“Pobre hombre”, pensó sin malicia Antonio Hernández, mientras observaba a don Pedro marcharse con pasos cansados y un cigarrillo colgando de sus labios.
Varios días después, cuando la ausencia de don Pedro en la cafetería se le hizo extraña a Antonio, éste indagó con otro contertulio, quien le informó que don Pedro José Martínez casi no salía de su casa, debido a que estaba sumido en una profunda depresión luego ser diagnosticado con un cáncer terminal en los pulmones.
“Pobre hombre”, pensó Antonio Hernández, mientras disfrutaba su segunda dosis que café mañanero, como si se tratara del más exquisito de los aperitivos.