Hace unos días, fui invitado al reconocimiento de un nuevo amigo. Al mismo se le condecoraba con una declaración oficial, en el Despacho del Alcalde, de la ciudad que ambos habitamos. Sus largos años en el periodismo continental, lo hacían meritorio del mismo. Pero su personalidad silente, sensata y humilde, a pesar de ser firme, exigente y hasta tímidamente solemne, ocultaba tres décadas de trabajo responsable, admirable y fehaciente.
En sus palabras presenciamos una máquina del tiempo. Donde un hombre cedía en retorno, agradecimientos a personas ya no presentes en su vida, pero si igual de importante al resultado del hombre que es hoy. Conmovido, al citar el mayor de los tributos, al recuerdo de los esfuerzos y apoyo de sus padres, es que el hombre de papel y tinta regresa a los presentes para presentarse como humano. Ahí entendí que en él podía haber ganado un nuevo amigo.
El acto pasa, pero los interminables despidos de cortesía se sobren extienden. Las fotos de los acompañantes, innecesarias su mayoría, en aquel lugar de despacho, ahora violan la privacidad solemne del mismo. Todos saben que las palabras han terminado, pero las emociones siguen vivas. Y nos acompañamos junto hacia afuera, en grupos de cuatro, según permite el ascensor.
En la plaza frontal se coincide almorzar al aire libre, en las aceras de cruces de calle, del asentamiento más antiguo de la ciudad, donde una vez bohemios y artistas definieron su trama.
Allí sentados, se inicia la conversación entre nuevos amigos que pretenden conocerse, porque sienten una admiración mutua, sin saber porque. Y entonces llega la pregunta.
“Arquitecto”, me dice, llamando mi atención. “Dígame”, le respondo. El nuevo amigo, con un tono de preocupación soterrada, como aquella que se siente en las palabras de tus padres, cuando te ven ilusionado por algo, que la vida ya les ha ensenado a ellos, que te va a herir o decepcionar, me dice: “he estado viendo su interés en dar a conocer en conversaciones, los miembros de nuestra comunidad dominicana. Y me parece fantástico. ¿A dónde quiere llevar eso?”
La brisa fresca cruza entre las hojas de los canopes que nos cobijan, dando tiempo a mi pausa. Su pregunta no son las de un curioso o un periodista, pues las siento como las sinceras frases de un familiar. Le respondo, “si supieras que mi interés radica en algo tan sencillo, como conocer a mi gente.”
El me agrega, “¿sabes de la apatía de nosotros los dominicanos? No participamos juntos lo suficiente. Tendemos a reunirnos poco y no crear instituciones que nos representen. No quisiera que te entusiasmara con algo que después te iría a desencantar.” Sus palabras sabias me llegan al alma. Y las acepto porque sé que son ciertas. Pero el nuevo amigo me cede una ventana de luz y me pregunta. “¿Cuál ha sido el común denominador de todas tus conversaciones?” y ahí comienzo el desenlace de lo que he aprendido. Algo aparente y tristemente obvio. Que los dominicanos vinimos a trabajar.
Para explicarlo, fijo mi idea sobre la historia de cuando Dedé Mirabal vino a esta ciudad, a presentar su libro. En el salón y sobre el podio, ella toma la palabra e inicia la exposición diciendo, “Ojalá nunca haberlos conocido.” No es hasta ese momento que entiendo que la única razón por lo cual ella estaba visitando la ciudad, no era tanto por el libro, sino que el libro solo podía existir, porque ella había perdido sus hermanas. Ojalá nunca haberlos conocido. ¡Qué magna confesión!
Una rara metáfora pensaría él, por lo que opto por explicarle. “Creo que los dominicanos vinimos a trabajar. Ese es el gran denominador. Y aunque entiendo que estoy preparado para enfrentar los locales apáticos, desinteresados y hasta desencantados de nuestro país de origen, lo cierto es que todos en el fondo, no queremos estar aquí.
Tal como nos dijo Dedé Mirabal ese día. A pesar de que sentimos un resentimiento con la patria, porque nuestro país no pudo ofrecernos lo que nuestras ambiciones dictaban, en verdad ninguno de nosotros, en el fondo, queremos estar aquí. Y voy más allá. Todos sentimos esas palabras, de “ojalá nunca habernos conocido”, pues la razón por lo cual todos estamos aquí, algunos traídos, otros dejados y la mayoría arribado, es “porque la Patria nos falló.” Algo así creo haber respondido.
El me mira y entiende que, a pesar de no esperar esa respuesta, es la más honesta que le han dado. Pues nuestra nueva amistad, existe, a partir de la posibilidad de que alguien nos trajera, nos dejara y la Patria no nos pudiera cumplir.
No obstante, le extiendo algo más. Le agrego, que aun seguiré buscando las cosas que nos identifican, para ver si en ellas, puedo encontrar ese común denominador que él veía como fundamental. Para así lograr que los nuestros actuaran diferentes el uno con el otro, en esta diáspora que nos pertenece, pero que se encuentra en propiedad de otro.
Para cerrar, le cito, que del intercambio me llevo la sensación que solo puedo comparar con la última escena de la película “Casablanca”, de Humphrey Bogart e Ingrid Bergman. No me entiende, pero sabe que el sentimiento es sano y viene del corazón. Creo tener en él, un amigo de personalidad silente, sensata, humilde y de por vida.