1. Antes de pasar a analizar comparativamente “La muchacha blanca” y “La rubia” con un breve escorzo de “Lulú”, interpretadas estas dos últimas por Antonio Mesa y la primera por Eduardo Brito, es pertinente contextualizar la situación de la primera canción que aparece en la historia musical dominicana como de la autoría de Bienvenido Troncoso, conocido en el Santiago de los años 1920 con el apodo de Larguero. Sin embargo, Arístides Incháustegui, en el estudio que escribió para los discos compactos de Brito por cuenta del Archivo General de la Nación, apunta lo siguiente, sin comprometerse por un autor u otro, aunque dejó abierta la investigación con la finalidad de que se zanje la cuestión de quién es el verdadero autor de “La muchacha blanca: «Este popular bolero aparece en el sello del disco bajo la autoría de Bienvenido Troncoso. Sin embargo, en los archivos de la VICTOR figura bajo la firma de Rafael Almánzar (Fellito). (Cfr. Eduardo Brito. El eminente barítono dominicano. (Santo Domingo: AGN, 2018, p. 109).

2. Existen tres acciones que me conducen a dudar de que Bienvenido Troncoso sea el autor del bolero “La muchacha blanca”. Son tres actitudes éticas indignas de una persona criada con los valores tradicionales de principios de siglo XX, aunque estoy consciente, como lo señaló el arzobispo Nouel en carta al ministro Russell, de que la ocupación militar estadounidense de 1916-24 introdujo la corrupción en nuestra sociedad en unos niveles no conocidos antes. Y ese mundo del arte popular no fue una excepción. La primera acción fue el haber desplazado a Luciano Pichardo, santiaguero, mejor cantante que Troncoso, que ya estaba perdiendo la voz, del viaje a Nueva York en 1928 para grabar para la Víctor los discos que todos conocemos. La forma inescrupulosa en que Troncoso desplaza a Pichardo del viaje a Nueva York está detallada por Wilson Roberts Hernández en su libro Eduardo Brito. 1905-1946 (p. 64). La segunda acción de igual jaez antiético está detallada por Roberts Hernández (op. cit., pp. 67-68), quien luego de apuntar que a Brito le gustaba sobremanera el boxeo y el béisbol y que en Nueva York no perdió oportunidad de asistir a estos eventos: «El ‘Grupo Dominicano’ asistió a una fiesta en la cual participó también Kid Chocolate. Cuando se iba, el boxeador quiso pagarle el taxi a Eleuterio [Brito], mas, éste rehusó cortésmente el dinero. (…) Sin embargo, Bienvenido Troncoso, muy vivo, agarró el billete y llamó a ‘Chita’: ‘–Ven a ver, Chita, un billete de $ 100 (cien) dólares’». Documentados estos dos ejemplos de una conducta inaceptable, propia de pícaros o de oportunistas, no hay que dudar de que, con lo sucedido al cantante Luciano Pichardo, Troncoso se haya hecho pasar por el autor de “La muchacha blanca”. Mi exhortación a los familiares directos de Rafael Almánzar (Fellito), compositor mocano, casi inexistente en los libros de historia de la música dominicana, radica en que si tienen la prueba documental de que Fellito es el autor de este bolero, que publiquen dicho documento (letra y partitura) para que se restablezca la verdad de este hecho. He encontrado una sola mención de Fellito Almánzar en el libro de L. Almanzor González Canahuate, mocano como él, titulado Recopilación de la música popular dominicana (Santo Domingo: Corripio, 1988, p. 105). Se trata de la canción “Aventurera”.

3. Paso ahora al estudio comparativo de las interpretaciones de “La muchacha blanca” y “La rubia”, seguido de una pequeña reflexión sobre “Lulú” y “Aquellos ojos verdes”, de Nilo Menéndez. Lo que interesa en estas tres composiciones es la mirada a los ojos de mujer a través del tamiz del oído y la vista del personaje narrador que encomia esta parte del blasón femenino. Por supuesto, con los clichés del arte trovadoresco y romántico. Pero reitero, por necedad, que es el ritmo de la voz del intérprete el que seduce a los oyentes con la reafirmación de lo que desean oír y a la mujer, con los halagos que por el oído, le entran.

No recuerdo haber oído otras interpretaciones de esta pieza que celebra los amores de la juventud y su despreocupación por los fastos del mundo. Estas son las letras de “La muchacha blanca”, interpretada por Brito en aquellas sesiones de grabación de la Víctor. Los corchetes marcan la intervención coral: «La muchacha blanca de los ojos verdes, /y el muchacho rubio de la cara imberbe, / caminaron mucho/ [caminaron mucho]/por aquella senda/. [por aquella senda]. /De gloria suprema, y de pocas penas/encontraron flores/ [encontraron flores]/ y las escogieron/ [y las escogieron]/ para sus amores. // En el primer verso, la voz de Brito realiza una ligera pausa en blanca, al igual que en rubio, segundo verso, que Incháustegui no las señaló, aunque, como estudioso y artista de la voz sabía lo que es en la partitura, un silencio. La juventud está connotada por la palabra imberbe, que es también, la juventud, atributo de la muchacha. Los ojos verdes son una redundancia, porque son atributos de gente blanca. Las flores escogidas simbolizan el amor y sus frutos y la dicha suprema es el eufemismo por el placer sexual. “La rubia” es breve canción de Eliseo Méndez, solo de Mesa acompañado de la guitarra por Rafael Hernández, aunque Incháustegui consigna en la presentación de Antonio Mesa. El jilguero de Quisqueya (Santo Domingo: AGN, 2012, p. 52) que en el cancionero de Américo Cruzado la autoría está atribuida a Salvador Sturla. Otro enredo a desmadejar: “Es lluvia de oro tu cabellera/ tus ojos fuente de luz solar/y tu sonrisa tan hechicera/ como un nevado rayo lunar. //Rubia del alma/ dulce consuelo/ que mi alma llena de inspiración/ tú has descendido del mismo cielo/ para enseñarme lo que es pasión.» //Texto brevísimo que no deja lugar a simbolismos: clichés cabellos de oro y ojos equivalentes a luz solar, contrasta con otro más breve todavía, “Lulú”, canción que interpretaban Mesa y Raudo Saldaña en la alta noche en donde la tiranía de la cuerda, al decir de Arturo Logroño, ejercía todo su embrujo en los balcones de las señoritas de principio de siglo XX y cuyas letras, sin prueba documental hasta ahora, fueron atribuidas al poeta José Joaquín Pérez. La fuerza de los ojos que miran y el vocalismo rítmico en [aes] producen el mismo tipo de dicha suprema en el personaje que mira a la mujer con ojos románticos: «Dicen que tienen sus ojos/ reflejos de tempestad/ relámpagos que iluminan/y hacen las sombras temblar. //Pero al fijarlos en mí/con lánguida vaguedad/ miro en tus ojos el cielo/ y en él mi dicha   brillar. // Oxímoron por todas partes. Luz y sombras iluminando y oscureciendo a un mismo tiempo con su fuerza descomunal a los amantes.

Y, por último, la mirada del personaje narrador que se posa y fija en el recuerdo de “aquellos ojos verdes”, nostalgia de una dicha que murió, captación de un instante supremo y único que, a partir de la interpretación de Brito, vino a inmortalizar ese bolero María Grever y todo gira, luego, como las demás versiones, en torno a ellos dos y cómo superarles: «Fueron tus ojos lo que me dieron/el tema dulce de mi canción/ tus ojos verdes, claros, serenos, / ojos que han sido mi inspiración. // Aquellos ojos verdes de mirada serena/ dejaron en mi alma eterna sed de amar. // Anhelos de caricias, de besos y ternuras/ de toda la dulzura que sabían brindar. // Aquellos ojos verdes, serenos como un lago/ en cuyas quietas aguas un día me miré/ no saben la tristeza que a mi alma le dejaron/ aquellos ojos verdes que ya nunca besaré. // Ojos verdes es el núcleo en torno al que giran los encomios a este blasón del cuerpo femenino, canto al objeto perdido del amor con prontuario detallado de los placeres que el sujeto masculino describe para el caso de que la amada oiga algún día ese bolero, cuyo patrón ritmo, al igual que el de la bachata, ilustran este trabajo, para beneficio de los lectores de partituras, amigos de la distinción entre un género y otro, que, de igual modo, copio la ilustración de la emblemática “Dorila” (González Canahuate, p. 99), criolla inaugural del género, en tanto espero su patrón  ritmo de la mano del melómano Carlos Batista Matos y, tomado de su libro, copio también para los lectores el patrón ritmo de la bachata y el bolero (Bachata. Historia y evolución Santo Domingo: Taller, 2002, pp. 239, 241), patrón que será el deleite de quienes anhelan saber en qué se diferencian la criolla, el bolero y la bachata.

Por falta de espacio, dejo para la próxima entrega el análisis comparativo de los merengues contra la ocupación estadounidense en Puerto Rico y en la República Dominicana. Igualmente, pospongo el estudio de los merengues del proyecto político tradicional de la montonera caducado por la ocupación militar aludida y por el proyecto político burgués personal de Trujillo, el cual significó la ausencia de la participación de la clase social que construye el Estado nacional en razón de su carácter oligárquico. Sin embargo, los merengues machistas atravesaron la intervención de los Estados Unidos a nuestro país de 1916-24, al brigadier Trujillo y a los gobiernos que les sucedieron en el poder desde 1961 hasta hoy. A veces las ideologías atraviesan la base material que las sustenta y durante siglos o milenios sobreviven en el inconsciente colectivo a los modos de producción que las originaron.