Un anciano muy enfermo las tenía. Las llevaba con tanta vehemencia como si fuera a pactar con la muerte, pero el empedrado camino le impedía aligerar el paso y la librería anticuaria de la calle “Los adoquines # 7” en Praga se hacía inconquistable. El anciano sólo pensaba en la recompensa. Tomó el picaporte de la puerta forzándola con su mustia y temblorosa mano hasta lograr abrirla. Al unísono las crujientes bisagras y el redoble de la campanilla colgada en el dintel, ensordecían el silencio que acostumbradamente tapizaba los sigilosos espacios públicos en aquellos días de la Checoslovaquia comunista.

El restallo metálico de la esquila anunciaba al extraño visitante despertando la curiosidad de algunos presentes que disimulaban leer para ocultar sus verdaderas identidades. El anciano se acercaba al escaparate del mostrador y lentamente sacaba una carpeta de la rustica valija que portaba en bandolera mostrándosela al intendente.
El anticuario examinaba meticulosamente esas inesperadas cuartillas desvaídas por la humedad y examinaba el ológrafo de los pergaminos para descartar la posibilidad de que se tratase de un facsímil, mas eran cartas escritas a puño y letras.
– No le puedo dar más que dos mil coronas – Con un leve desdén evanecía el anticuario. La oferta no era justa.
Sin ninguna objeción el provecto firmaba un recibo estampado y con enmascarada premura tomaba el dinero.
Sí, el anciano ignoraba el verdadero valor de los manuscritos. Así es la vida, no existe remedio para lo inmerecido.
He despertado este recuerdo escondido en las voces del pasado y en las Inflexiones de mi retentiva quedó impregnado como aquellas heces de las gaviotas en las esculturas barrocas de Brokoff del puente medieval de Carlos IV. Fría y pluviosa era aquella tarde de marzo del año1987. Un té verde y el diario vespertino praguense “Vecerni Praha” en el Café Slavia solía ser un ritual después de clases para los jóvenes universitarios. Allí fue cuando me enteré que la historia del anciano y las epístolas de Franz Kafka eran aciertas.

Estoy casi seguro que la prensa internacional no había mostrado tanto interés por esta ciudad desde la ocupación soviética del 1968. Praga otra vez durante la ¨Guerra Fría¨ se convertía en el centro atención. En esta ocasión para los kafkólogos y germanistas occidentales. Cuando le solicitaron al Estado checoeslovaco el derecho de analizar la veracidad de los documentos el gobierno de los comunistas cedió a tales peticiones para garantizarse las ventas de las ediciones en los mercados literarios capitalistas del lado opuesto a la “Cortina de Hierro”. La doble moral de ese distorsionado socialismo real se apropiaba el derecho de propiedad de las cartas de Franz Kafka. El mismo Estado totalitario que no permitía que la obra de este escritor fuera difundida, conocida, leída ó estudiada y que fuese olvidada por las futuras generaciones. La impudicia aseguraba al aparato centralizado de los comunistas checoeslovacos un buen negocio. Por una parte, negociar como una mercancía de exportación la privacidad de un genio de la literatura. Por la otra, cumplir con los requisitos que exigía la “glasnost” (transparencia) de Gorbachov en la Era de la Perestroika (restructuración). En tales circunstancias, los beneficios económicos que reportarían los derechos de autor estarían por encima de la ideología y del dogma de una doctrina tergiversada. Los comunistas con esa actitud realmente predicaban que lo peor del capitalismo es “no pertenecer a él”.
El anciano quizá no tenía ni una ínfima idea de quién fue Franz Kafka. Su necesidad económica era su prioridad en aquel momento para prolongar su vida por unos meses, tal vez un año más. Negociar con la parca o jugar al ajedrez con ella como lo haría Antonio en el “Séptimo Sello” de Bergman. Del mismo modo como todo lo relacionado con Kafka es kafkiano, todo lo que se vincula a su vida también lo es hasta después de su muerte. Pero así son también nuestras vidas. Un eterno compromiso y un eterno y ontológico sufrir el ser o no ser. Si realmente fue la enfermedad del escritor lo que contribuyó a explayar su obra, la enfermedad del anciano fue lo que condujo a revelar la existencia de treinta y dos correspondencias manuscritas que Kafka escribiera a su familia desde el sanatorio austríaco de Kierling durante los últimos meses de su existencia.

Pero la ironía a menudo es absurda. El anciano no tenía ninguna relación con la familia Kafka; tampoco sabía nada de Franz. Pensó que esas cartas con fechas de principios de siglo veinte tendrían algún valor histórico. Pero, ¿cómo llegarían a parar a sus manos?
Salí hacia la librería anticuaria de la calle “Los adoquines # 7” a buscar la respuesta. El anticuario me confesó que Ottla, la hermana menor de Kafka, le había entregado a su esposo checo Josef David todas las correspondencias que poseía de su hermano Franz antes de que ella fuera deportada al campo de concentración de Auschwitz. Josef David, por temor a que estas correspondencias cayesen en mano de la Gestapo, se las dio a un amigo para que las guardase. Sin hacerle ningún comentario sobre el origen de las misivas el desconocido amigo se las confió a aquel anciano, que casi cincuenta años después las ofreció al anticuario de la calle “Los adoquines # 7”. Las correspondencias nunca fueron reclamadas por los familiares sobrevivientes de Kafka y hasta entonces el tiempo transcurrió dilatado y atrincherado en una olvidada una caja de zapatos entre un ático y un tejado.