Cuando me toque cerrar los ojos
definitivamente,
lo único que quiero es:
que donde quiera que dos personas se besen,
donde quiera que el amor se manifieste,
estar aunque no esté.
– Anthony Ríos
Esta semana se cumplió un año de la desaparición física de Florián Antonio Jiménez, mejor conocido por sus seguidores como Anthony Ríos. A Ríos se le recuerda por éxitos musicales como Fatalidad, Viejo amigo, La mancha, Imaginación, La z, y también por su participación en icónicos programas de la televisión dominicana, como «EL Show del Mediodía» y «EL Show de Luisito y Anthony». Es su música, sin embargo, la que encierra una particularidad singular: entre los dominicanos, sus canciones continúan seduciendo y deleitando, sin distinción alguna, a hombres y mujeres, jóvenes y mayores, a ricos y también a pobres. La preeminencia que goza la música de Ríos entre el gusto de los dominicanos, solo puede explicarse en función de su vida personal.
La obra artística de Anthony Ríos nos regala una estética concretamente vivencial, sin motivación ideologías o dogmas, lo que hace que se amolde a gustos heterogéneos. Por eso al analizar la obra de Anthony Ríos, no podemos separar el artista del hombre de carne y hueso. En otras palabras, para entender la obra de Florián Antonio Jiménez, se precisa analizar el personaje que conocemos como Anthony Ríos en su totalidad. La palabra persona se ha adoptado casi sin variación alguna del latín, particularmente entre los que hablamos una de las lenguas románticas. Originalmente, persona era el término usado por los romanos para referirse a la máscara de los actores, la cual le indicaba al espectador el rol y la parte que jugaba el actor en la obra. Estas máscaras eran construidas con un hueco por el cual la voz del actor se hacía sonar y exponía sus líneas. De ahí surge la palabra per-sonare en latín, lo que etimológicamente significa sonar a través de. Para entender el artista Anthony Ríos, es necesario unificar la obra del artista con la persona que habla, suena y aparece en público.
El medio por el cual el personaje de Anthony Ríos sale a relucir en todo su esplendor es la entrevista. En aquellos incontables y reveladores diálogos que sostuvo con figuras como Mariasela Álvarez, Patricia Solano y Tony Dandrades, Ríos no solo hablaba de su música, sino de vida publica y cosmovisión. En medio de estos intercambios, se autodenominó como un hombre romántico, excéntrico, bohemio, anárquico y, sobre todo, un amante de «todo aquello que sea sinónimo de vida». En esa singular imagen que pinta de si mismo, Ríos nos revela su actitud irreverente ante las costumbres patriarcales y su exuberante modus vivendi. Este carácter subversivo y su desaforado deseo de vivir, se manifiestan nítidamente en su arte, surgiendo así como instrumento que enriquece los distintos papeles que desempeñó en público.
La misma urgencia de Anthony Ríos por envolverse en todo aquello que le significase vivir, llevó a que algunos lo simplificaran como el estereotípico macho latino, cuyo único objetivo es saciar su proclividad erótica. Aparte de sus aventuras sexuales, raramente se le preguntaba sobre su cosmovisión. Lamentablemente, aquellos que optaron por verlo superficialmente como un hombre promiscuo, no lo comprendieron. Si bien es cierto que Ríos procreó veintiséis hijos con veinticuatro mujeres, su amor por la vida no se reduce a este hecho. La persona de Ríos sugiere que su dignidad nace de un amor inigualable por la libertad y por afirmar la vida en todo aquello que hacía —y para fortuna de nosotros— se dedicó a plasmar estos instintos en el arte. Precisamente porque le huía a los prejuicios y a las categorías simplistas es que Ríos se llamaba a sí mismo «excéntrico», «anárquico», etc. En vez de encerrar al artista en categorías determinadas y convencionales, debemos celebrarle como la persona que era y seguirá siendo mientras su arte perdure: un artista libre y polifacético, que escogió mirar la vida por la perspectiva del amor y el amor por la perspectiva del arte.
La categoría artística que acoge a la persona de Anthony Ríos es la que el filósofo Federico Nietzsche llamó dionisíaca. Nietzsche empleaba el término para referirse a determinados artistas trágicos que, según él, siguen los instintos del dios Dionisio y la «voluntad de vivir» de los antiguos griegos. Dionisio era el dios del vino, de la intoxicación y los excesos, a quien los antiguos griegos le rendían homenaje en un festival primaveral, donde la principal atracción era una competencia de obras de teatro. En este festival fue que los grandes dramaturgos de la antigüedad —Esquilo, Sófocles y Eurípides— presentaron sus inmortales tragedias durante el siglo V antes de Cristo. De hecho, en El ocaso de los ídolos, Nietzsche mismo se hacía llamar «el último discípulo» de Dionisio. Nietzsche dice: «el artista trágico no es un pesimista; afirma todo lo problemático y terrible; es dionisíaco…». Para entender a Dionisio y el por qué Nietzsche piensa que es el dios que motiva el arte trágico, hay que comprender el mito de su nacimiento. Dionisio fue concebido por una mujer mortal, Sémele, y un dios inmortal, Zeus. Mientras aún se encontraba en el vientre, su madre fue destruida por un torrente de rayos que provenía de Zeus. Para evitar que pereciera junto con su madre, Zeus sacó a Dionisio —quien estaba por nacer— de las llamas que envolvían a su madre, y lo cosió a su muslo, protegiéndolo hasta que se desarrolló lo suficiente como para establecerse en el mundo. El simbolismo en este mito es profundamente evocador. Dionisio es del reino mortal como del divino, dios que representa una doble naturaleza: muerte y vida, sufrimiento y alegría, respectivamente. Para Nietzsche, el arte de la tragedia —influenciada por estos ritos y dualidad dionisíaca— representa eventos terribles de la vida como un fenómeno estético, entendible y tolerable. De la misma forma, el ser un pensador dionisíaco equivale a desarrollar y aplicar una filosofía de la condición humana que contemple y celebre la vida y la muerte de igual manera
A diferencia de Nietzsche, Anthony Ríos nunca desarrolló un corpus filosófico donde plasmara concretamente su cosmovisión. No obstante, por medio de su persona pública, se puede observar ese instinto dionisíaco que afirma la vida y también la muerte. La Z, por ejemplo, una de las canciones más famosas de Ríos, es una alegoría de la aventura erótica que sostenía con una mujer promiscua, y a la cual se le hizo costumbre buscarlo como último recurso. La canción dice: «Porque yo soy como la zeta de tu abecedario/La última cuenta que habrá en tu rosario/La última oveja en tu basto rebaño/Yo soy el diciembre, de todos tus años». Por medio de la metáfora y él símil, Ríos ilustra una relación, que bien pudo ser motivo de tristeza o dolor para él, pero en cambio la transformó en música. En esa canción, Ríos usa el arte para transmitir esas crudas y hasta crueles vivencias en un fenómeno estéticamente agradable y humorístico.
La mera presencia de Anthony Ríos en público exponía otra faceta de su arte y cosmovisión. En algunas entrevistas, Ríos se presentaba con su inmutable vestimenta negra, joyas extravagantes y una copa de vino en la mano. Aunque Ríos admitió que su vestimenta fue una medida exclusivamente pragmática, su uso perenne del negro es un acto que desvía la atención de su apariencia y nos induce a considerarlo en un plano más profundo, humano e intelectual. Ríos consideraba que cambiar su aspecto por razones estéticas era equivalente a desnaturalizarse simple y llanamente para satisfacer a otros. En el 2013, Ríos le explicaba a Mariasela Álvarez que «el que tiene buen ojo» puede ver quien es en verdad, sin necesidad de apelar a ajustes vanos. Por otra parte, en el 2015, poco después de su cirugía a corazón abierto, Mariasela también le preguntaba si había cambiado algo de su vida o si había sentido miedo. A esta pregunta Ríos respondió: «cuando uno tiene cierta convicción de vivir, al ver la muerte lo que sientes es paz». Con estas palabras, Ríos aludía a la ausencia de miedo que tuvo antes de su operación, debido a que había vivido sin arremetimientos y habiendo echo todo lo que quiso hacer, o como él diría, lo que le dio la gana. Esta desafiante actitud ante todo lo que le condicionara fue una constante toda su vida. Incluso, después de la operación, Ríos continuaba haciendo alarde de epicúreo; con este término él se refería a su copioso, casi excesivo consumo de comida, alcohol y sexo. En otras palabras, Ríos vivió al límite, hasta que su mismos excesos le costaron la vida.
Nietzsche pensaba que el cristianismo nos había robado esa voluntad de vivir, ese ímpetu heroico que heredamos de los griegos, y que este se reemplazó con una doctrina que negaba la vida inmediata y que prometía falsa redención después de la muerte. Si debemos creer en esta tesis de Nietzsche o no, es tema de otro escrito. Lo que si podemos establecer en nuestro ejercicio es que Nietzsche lamentaba lo que él llamaba la pérdida de la «disposición trágica». Esta disposición trágica se reduce a adoptar las tendencias representadas por el dios Dionisio en esas obras y canalizarlas por medio de imágenes artísticas. Para Nietzsche, aparte de animar el drama trágico, los impulsos dionisíacos caracterizan todas aquellas producciones artísticas que afirman y dicen que sí a la vida, sí al ahora, a pesar de los momentos oscuros que puede representar vivirla: decepciones, traiciones, sufrimientos y, por supuesto, la inevitable muerte que nos espera. Cuando colocamos bajo la misma lupa al artista dionisíaco enaltecido por Nietzsche y a la persona pública de Anthony Ríos, se hacen evidente dos factores: que Nietzsche no fue el último de esa raza moribunda y que Ríos es un espectacular discípulo de Dionisio; sabemos es que todavía existen artistas y pensadores dionisíacos —individuos como Anthony Ríos— que viven una vida floreciente, creativa y realizada, sin remordimientos, ni arrepentimientos, sin reservaciones, ni dudas.
En cada sociedad aparecen personajes como Anthony Ríos, figuras que a simple vista nos parecen anacrónicas y hasta extravagantes, pero con las que nos identificamos, no obstante. Ríos pudo penetrar a lo más profundo del sentir dominicano, a través de un arte sobrio y elegante. Por eso me inquieta que en los círculos de los llamados «intelectuales» se le siga menospreciando, catalogándolo como un simple trovador de ocurrencias lúdicas, dirigidas a entretener a un sector populacho de la sociedad dominicana. Los intelectuales son expertos en buscar enigmas, artificios y laberintos ideológicos que disimulan naderías. Para alcanzar profundidad, el intelectual no precisa componer tratados o cantos permeado de ideas esotéricas; vastas con estimular la curiosidad y la imaginación de una audiencia dispuesta a pensar.
A pesar de que fue un autodidacta y que solo obtuvo una educación formal de bachiller, Anthony Ríos se convirtió en uno de los cantautores populares más influyentes de nuestra sociedad, componiéndole canciones a otros exitosos artistas dominicanos, como Jacqueline Estévez, Fernando Villalona, Sergio Vargas y Anthony Santos. Los dominicanos no solo debemos celebrar la música de este gigante, sino también su forma de vivir; una no existiría sin la otra. El que tenía el placer de ver a Anthony Ríos en público, se percataba de una rara combinación en su discurso: una autosuficiencia intelectual vigorosa y una certeza de juicio que solo la produce una mente liberada. Esta independencia en pensamiento es una rebelión contra las convenciones sociales, los imperativos de conducta y la misma moralidad religiosa. Esta actitud irreverente ante el estatus quo, además de convertirlo en un compositor prolífico y exitoso, lo estimuló a ser un pensador más humano—alguien que veía más allá de nuestros propios prejuicios y que penetra con su música a la parte más sensible de nuestro ser.