Desde niña, Josefa Muñoz alcanzó fama de limpia y hacendosa en grado extremo. En cuanto sus fuerzas físicas se lo permitieron, se constituyó en la soberana de los quehaceres domésticos de su casa. Solo mínimamente permitía las colaboraciones de la madre y la hermana, aunque siempre decía que lo consentía “porque sí”, pero que solo ella podía hacer las cosas como era debido. Por más esfuerzos que hacían los demás miembros de la familia, no podía evitar que Josefa siguiera ejerciendo sus dominios en el planchado, el barrido del patio, el despolvado, el lavado de la ropa, de los pisos, de las paredes y los platos, y así hasta nunca acabar. En la escuela solo la consintieron hasta el día en que los profesores arribaron a la conclusión de que era imposible que ella pudiera asimilar los contenidos didácticos, porque su única, absoluta y patológica preocupación era la higiene de su aula y de la escuela en general.
Cuando Josefa cumplió doce años, sus padres, preocupados porque entendían que la menudencia física de la muchacha no solo se debía a su negativa a alimentarse como era debido, sino además a sus tantos afanes domésticos, decidieron llevarla donde un especialista en conductas obsesivas. Después de algunas pregunta aéreas y de una observación superficial a los rasgos físicos la adolescente, el galeno aseveró que lo de su incapacidad de aprendizaje era algo irreversible, pero que lo relativo a su obsesión por el orden y la limpieza era algo transitorio, que probablemente antes de que concluyera su adolescencia aquella anomalía conductual se ubicaría en grados de normalidad. Sin embargo, concluida la etapa señalada no se había producido la más mínima señal de cambio en la jovencita.
A pesar de sus manías incorregibles, Josefa Muñoz encontró novio, y poco después, sin previa ceremonia matrimonial, se marchó con su hombre, flotando en el encanto de que tendría su propia casa, la cual, decía, convertiría en un recinto mágico, en una “tasita de cristal”. Su familia dio fervorosamente gracias al Altísimo por haberle enviado al bienhechor que cargó con aquella calamidad, e igualmente pidió al Todopoderoso que por favor no permitiera que Josefa volviera por cuenta propia, o que el hombre no le regresara aquel tormento.
Aunque pensó que la mujer no llegaría a tales extremos, al momento de estar frente al hecho consumado, Antolín De Aza sintió un leve estremecimiento libertario. Entonces volvió a preguntarse por qué no había devuelto a Josefa desde el momento en que supo que aquello no terminaría bien, que la obsesión de ella con la limpieza era simplemente una enfermedad incurable. Sí, porque ella apenas dormía o comía, pendiente de un plato sucio, de un poquito de polvo sobre la mesa del comedor o sobre la mesita de noche, o sobre el gavetero, o los cristales de la vitrina y el espejo; o simplemente porque la hierba del patio crecía muy deprisa. Sí, se preguntaba por qué no había devuelto a la mujer antes de que engendraran a la niña, a la que ella estuvo a punto de dejar morir recién nacida porque no quería que la ayudaran con el cuidado de la criatura, y además porque la higiene y la organización de la casa importaban más que el cuidado de su hija.
Cuando la niña alcanzó la edad en que estuvo en condiciones de compartir los oficios del hogar con la madre, ésta no permitió que la ayudara mínimamente con su invencible fardo doméstico, que después, cuando estés más grandecita, que luego no rinde en la escuela, que no para que después no digas que fracasaste en los exámenes porque te esclavicé con estos malditos quehaceres sin fin. Y así hasta no acabar.
Viendo el desmejoramiento físico y mental de Josefa, y ya únicamente preocupado porque la hija pudiera quedar huérfana, Antolín De Aza, venciendo las tercas negativas de la mujer, la arrastró hasta el consultorio del médico del pueblo, quién, después de un brevísimo examen, sentenció que si la paciente no descansaba y se alimentaba como era debido, enfermería fatalmente, pero ella, iracunda, votó la medicina que el marido le compró y no tomó en en cuenta las otras prescripciones médicas, a las que llamó necias, que no era cierto, decía, que aquel médico era un mentiroso y un busca pesos, que ella se sentía saludable y que no era verdad que ella, Josefa Muñoz, iba a permitir que se pudrieran como basura dentro de la casa. Y aún cuando luego la diagnosticaron tísica, siguió al mismo ritmo, como si aquello no fuera con ella.
Cuando quedó postrada sin remedio, no la preocupó la inminente orfandad de la hija y la viudez del marido. Únicamente la atormentaba el hecho de no poder limpiar y ordenar la casa, y además tener que soportar que su hija empezara a sustituirla en lo que antes había reinado de forma soberana.
La niña, que había cumplido los doce años, se desempeñaba de manera ejemplar en lo relativo a los quehaceres domésticos, pero la madre, derrotada sobre la cama o sobre una mecedora, maldecía a granel, que esta muchacha no sirve para nada, que quien se case contigo se jodió, que con esa falta de higiene no va a poder retener a ningún hombre, que ya si es verdad que nos van a ahogar la basura y la podredumbre, al menos que Dios no meta su mano y me devuelva la salud. Pero las fuerzas la fueron abandonando, al punto que ya solo mínimamente podía mover la cabeza y algunas de sus extremidades. Por eso Antolín De Aza y su hija no entenderían de dónde había sacado fuerza la enferma para incorporarse de la cama y procurarse la cuerda que se ató al cuello con tanta precisión. Tampoco entenderían cómo Josefa (quien apenas por un esfuerzo propio había aprendido a garabatear su nombre) pudo escribir con tanta precisión aquella nota premonitoria antes de colgarse de la viga más alta del techo:”Me voy, antes de que esta casa se derrumbe.”