En la Cámara de Diputados se ha planteado con insistencia, aunque informalmente todavía, la urgencia de una reforma de la ley 87-01 que creó el sistema de la seguridad social, basado en el supuesto de que el sistema no funciona, entienden unos, y se hace necesario adecuarla a los cambios políticos y económicos ocurridos en el país desde su aprobación por el Congreso, según la opinión de otros. No dudo acerca de la importancia de que se la adecúe a las exigencias de los nuevos tiempos, pero esos ajustes deberían estar sustentados en el respeto y observación irrestrictos del carácter obligatorio y universal que caracteriza la ley.
Una de las cosas que ha dificultado el éxito de su aplicación, es que esas dos condiciones no se han respetado y mucho menos observado precisamente por instituciones estatales, como es el caso del propio Congreso, que tiene su propio sistema de salud y de pensiones al margen de lo establecido por la legislación. Igual ocurre con la Junta Central Electoral, la Suprema Corte, la Universidad Autónoma y muchas otras entidades públicas y de igual manera en el ámbito profesional privado, exceptuados de cotizar como el resto de la sociedad en el caso de las pensiones, aprobándose a su favor un régimen particular con mejores perspectivas de retiro. Igual en lo que se refiere al ámbito de la salud.
Es evidente que si en algún momento se plantea con seriedad una iniciativa encaminada a reformar la ley, con el propósito de mejorarla y garantizar la estabilidad del sistema, no podrá dejarse de lado el carácter obligatorio y universal del sistema, poniéndole así fin a todos esos esquemas individuales que atentan contra la esencia misma del espíritu que la creó. No pretendo reducir los defectos de la ley a esos dos aspectos. Pero sí creo que obviarlos en una eventual reforma sería hacer el sistema más ineficiente.