Poco a poco los gobiernos en distintas partes del mundo han ido comprendiendo, unos más rápidos que otros – incluso con saltos adelante y también retrocesos– la naturaleza de la situación ante el impacto de COVID-19. Pieza clave para re/tomar la vida de la gente –con independencia del incierto curso que la misma habrá de seguir–.
Como hemos venido insistiendo desde el inicio de la emergencia, esto es más que una cuestión de salud. De la comprensión de este principio elemental y básico, dependerá el sentido de oportunidad y la calidad del diseño de la estrategia de salida. Organismos internacionales como la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), entre varios –sin duda alguna– están jugando un papel importante en concienciar a gobernantes.
Al momento, los sectores oficiales con el anuncio de medidas económicas y de protección social, han estado tratando de responder a las demandas y presiones de sectores organizados con influencia en la toma de decisiones. En correspondencia con esa visión convencional, en esa misma línea de pensamiento se organizan y presentan un conjunto de acciones encaminadas a propiciar la re/activación, en el mejor de los casos, abordadas en forma sectorial y poniendo el acelerador en iniciativas anteriores a la situación actual, que si en el contexto actual resultaran pertinentes, pues enhorabuena.
Así las cosas, desde el punto de vista de la Planificación Estratégica Situacional, se podría decir que la voluntad política –con más o menos fuerza y alcances diversos– enrumba esfuerzos y recursos hacia el diseño de una trayectoria de acción (sin negar que puede incluir omisión o inacción). Vale decir, en lo fundamental, la toma de decisiones se está orientando a la identificación de un conjunto o inventario de medidas sobre el quehacer de la institucionalidad pública. Los efectos positivos de las mismas dependerán –en gran medida– de la direccionalidad estratégica a que respondan y de la capacidad de orquestación para su ejecución y seguimiento en forma articulada y coordinada.
La Estrategia Territorial: el gran faltante ante el Impacto de COVID-19.
En efecto, una vez que los gobiernos anuncian medidas, entran en juego varios aspectos cruciales. Uno de ellos, siempre en la línea de la oportunidad es ¿cuánto tiempo se necesita para que las decisiones puedan hacerse operativas?, es decir, cuánto dura (si es que en verdad ocurre) el tránsito del mero enunciado a la aplicación efectiva. Como refleja el decir popular “del dicho al hecho, es mucho el trecho”.
Lo anterior, mediado por la inicial desaceleración de la función pública (a nivel de gobierno central y de gobiernos locales) ante COVID-19. Con las implicaciones de ir generando en forma simultánea capacidad de adaptación en los flujos y canales de comunicación intra e interinstitucionales, en los mecanismos de distribución y asignación de tareas, en las normas, exigencias y requisitos de cumplimiento de tareas, en los mecanismos de control, en los sistemas de supervisión y seguimiento, en los criterios, procesos e instrumentos de evaluación, en las normas, requisitos, formatos y periodicidad de presentación de informes, entre otras tareas.
Volviendo a la Planificación Estratégica Situacional, reconocer la situación y definir una trayectora de acción son requisitos necesarios, más no suficientes. El reconocimiento de la situación, permite definir el por qué y el para qué: mientras que, la trayectoria de acción se coloca en el ámbito de qué hacer. El centro del accionar es la estrategia, de ahí su forma de denominación; no se trata simplemente de ponerle un apellido y a seguidas continuar definiendo una norma (como se hacía en el ejercicio de la planificación de medio siglo atrás). En términos simples, la estrategia es el cómo. Y, ahí es donde el territorio está llamado a jugar un papel importante.
Las medidas que se tomen (se estén tomando o se vayan a tomar en los próximos días), en particular para salvaguardar la generación de ingresos provenientes del trabajo, salvo que la intención sea “un saludo a la bandera”; deben estar direccionadas por una estrategia pensada y actuada desde y hacia el territorio. Su operatividad y ejecución no pueden asumirse como una tabla rasa a lo largo y a lo ancho del territorio de la república (incluido el espacio aéreo y la frontera terrestre). Debería ser posible contar con una especie de tablero (o cuadro de mando integral) que bajo un sencillo código de colores (al estilo semáforo) vaya indicando los usos y movilidad en los territorios (altamente restringida, parcialmente restringida, por ejemplo, pudiendo haber estados superiores y vuelta atrás en función de los resultados de la vigilancia epidemiológica). Fijando la delimitación de espacios a conveniencia en función de la demarcación geográfica acostumbrada en cada país.
Obviamente, que una estrategia territorial, el gran faltante ante el Impacto de COVID-19, implica –en primera y última instancia e intermedia también– una capacidad de manejo y flujos de sistemas de información, monitoreo y seguimiento con arraigo en el territorio, un reconocimiento por parte de los sectores oficiales de la ineludible necesidad de articulación de gabinetes ministeriales (desde los altos mandos hasta los niveles más operativos) y una vocación de coordinación con gobiernos locales y vinculación con actores locales legítimamente constituidos con expresión en el territorio.
He visto sucumbir muchos planes técnicamente estructurados por falta de voluntad política, como también de estrategias que ni siquiera se inician por falta de flexibilidad y adaptabilidad de la capacidad técnica para pensar y actuar diferente. Todavía los gobiernos están a tiempo de soltarse las amarras y atreverse por el bien de la ciudadanía y de la gobernabilidad democrática, a ensayar formas diferentes de gobernanza ante el impacto de COVID-19.