En el marco de la presente contienda, en la República Dominicana se retoman los eventos que suceden en Brasil desde los sesgos y propósitos electorales. Dichas narrativas se sirven a sí mismas y dificultan la comprensión del proceso. Los polarizados discursos brasileños son también ruidos que completan las trampas para el análisis. Para afinar la observación, hay que desmontarse del tren electoral o la reyerta brasileña por el poder y retomar el contexto.
La crisis brasileña está íntimamente ligada a su sistema político, sumamente fragmentado. El Partido de los Trabajadores (PT), el más votado de Brasil, cuenta apenas con alrededor de 20% de los diputados. Dicha fragmentación, en el contexto institucional brasileño, hace que la construcción de consensos funcione de forma transaccional y costosa.
Así, a pesar de ser un sistema presidencialista, la necesidad construir gobernabilidad lo aproxima en algunos puntos al parlamentarismo proporcional. Manteniendo, claro está, diferencias sustanciales (el Presidente se debe al voto popular, no así, en principio, a la confianza del parlamento). Sin embargo, la cabeza del ejecutivo está obligada a gestionar las diferencias en el legislativo, que además tiene el poder del impeachment, lo que se ha logrado tradicionalmente de forma patrimonial. El politólogo brasileño Sérgio Henrique Abranches lo denomina “presidencialismo de coalición”.
Así ha funcionado el sistema político de Brasil desde la democratización (constitución del 1988). El PT no escapa a dicha lógica. De ello hablan tanto el mensalão como el caso Petrobras. Ambos fueron esencialmente sistemas de construcción de mayorías. Hoy, 60% de los diputados son investigados por corrupción.
Inicio del declive
La gobernabilidad que construyó el PT le permitió alcanzar logros extraordinarios avalados por estudios académicos y organizaciones internacionales. Los años del boom económico beneficiaron esencialmente a las clases excluidas y a las élites económicas. Con la salida de millones de brasileños de la pobreza –la denominada nueva clase media-, los privilegios de las clases medias altas se reducen. A pesar de la alta presión fiscal en relación a los estándares regionales, los servicios públicos brasileños adolecen de las mismas taras de los demás países latinoamericanos. En un contexto económico cada vez más incierto, la inconformidad y presión desde las clases medias más privilegiadas comenzarion su avance sostenido.
El desgaste del PT, alimentado por una cobertura mediática sesgada, favoreció la emergencia de un consenso crecientemente conservador sobre la base de la corrupción presentada y entendida como fenómeno inherente al partido gobernante. Los efectos de la consciencia tributaria generada por reformas fiscales progresivas de los gobiernos de Fernando Henrique Cardoso (FHC) y Lula –temporalmente aplacada por las favorables condiciones económicas- fueron explotados para vincularlos con la corrupción y los pobres servicios. El ascendente consenso conservador se dedicó a deslegitimar intervenciones a todas luces efectivas como Bolsa Familia, asociándolas a formas de “subsidio a la vagancia”.
Tal contexto se desarrolla en el primer mandato de Dilma. Percibiendo el riesgo asociado al creciente rechazo a la corrupción del establishment petista – y de sus aliados-, Dilma arranca una cruzada contra la corrupción obligando a la renuncia de 11 ministros en 2011, dejando marcas en su campo. Entonces el apoyo popular por su gobierno le permite salir airosa y mantener una coalición funcional. Sin embargo, el encadenamiento de escándalos, las condiciones económicas adversas, los roces al interior de la coalición y los errores de política pública cambian el centro de gravedad del escenario político.
El agotamiento del sistema político
Una oposición frustrada por sucesivos fracasos electorales y el resentimiento dentro de la coalición prepararon el terreno para el proceso de impeachment. Con el sistema completo manchado por el proceso Lava Jato, el proceso fratricida, disfrazando la impostura con la bandera anti-corrupción, es el sacrificio que busca preservar el sistema. El impeachment surge como mecanismo expiatorio y como transacción. Se pide tras bastidores el cierre de las investigaciones Lava Jato y del expediente de Eduardo Cunha, poniendo en evidencia la farsa.
Queda claro, sin embargo, que no se trata de una lucha de buenos y malos (nunca lo es). El rol estratégico de Dilma en los gobiernos de Lula y su posterior rol como presidenta hacen inverosímil su desconocimiento sobre la forma de operar del sistema. Al ser reelecta en 2014, el PT ya arrastra una red de compromisos que restringe significativamente su margen de maniobra. El PT ya no podía impulsar los cambios necesarios. Hoy, con todas las fichas en contra, el impeachment es prácticamente un hecho. Aún en el poco probable escenario en el que no se concretase, la ruptura de la gobernabilidad petista está consumada.
Sin embargo, el uso de la corrupción no es un resultado del PT como partido, sino de un sistema político disfuncional. Los cambios socio-económicos vividos por el admirable país que es Brasil bien podrían haberse traducido por una menor tolerancia a dichos mecanismos políticos. El activismo ciudadano en relación al tema ha venido en aumento, demandando más y mejores servicios. El proceso que progresivamente saneó las instituciones europeas estuvo íntimamente ligado a la inclusión social, la expansión y fortalecimiento del sistema impositivo y la consecuente expansión de la conciencia tributaria (la corrupción pega a los impuestos y los impuestos al bolsillo). El proceso de impeachment es impulsado por actores del sistema que buscan preservar el sistema. Dicho sistema, ante la creciente insatisfacción con los actores, se hace insostenible.
Con motivos políticos se saca del escenario a la presidenta, pero los actores que permanecen en él ya se vieron deslegitimados. Es posible que estemos asistiendo a un agotamiento del sistema político. La reforma política de la que se habla hace ya años, hoy se impone mayor urgencia que nunca. De lo contrario, el sistema seguirá produciendo lo que hoy espuriamente se busca extirpar con la destitución de Dilma; o peor, se encaminará a una costosa ruptura.