Hace cien años, Pedro Henríquez Ureña iniciaba una estancia docente en la Universidad de Berkeley, en California, Estados Unidos. Allí impartió un curso de conversación y composición en español y algunas conferencias sobre América Latina y México. Unas semana antes, había obtenido el grado de Doctor of Philosophy por la Universidad de Minnesota (1).

1918 inició para Pedro Henríquez Ureña con problemas de salud y con un ánimo decaído: tenía frío y sentía lejanía; no le sobraba tiempo para escribir más libros, como la mayoría de sus amigos, sino que debía estudiar para el doctorado y continuar como profesor en Minnesota. Para él, ese fue un año perdido. Más aún, tuvo que ser operado en abril y en agosto por unas molestias en la nariz. La nostalgia de Henríquez Ureña encontraba su razón no sólo en el terruño y en la gente conocida que había dejado atrás, sino en la edad que lo “aquejaba”. Quizás, en el tren que lo llevaba de Minnesota a California, pensaba en lo que William James afirmó en cuanto a que las personas quedaban modeladas en lo mental y moral a los 25 años de edad, en tanto que en lo físico, el proceso terminaba a los 23. Tal vez recordaba también las palabras que su primo Apolinar Henríquez “Phócas” le escribió en 1908: “Viejecito, cuidado con la aparición prematura de la verdadera senectud. Observa que los síntomas son alarmantes” (2).

Estaba por segunda vez en los Estados Unidos desde noviembre de 1914, la primera fue en 1901, cuando su padre lo llevó consigo para que se beneficiara de una civilización “superior”. En Nueva York el clima era muy distinto al tropical de República Dominicana. Allá, las cosas no salieron conforme lo planeado: tuvo que trabajar para sostenerse y la educación formal que pensaba recibir, no ocurrió. En 1904 se trasladó a Cuba con su padre y sus hermanos. Ahí practicó el periodismo y publicó su primer libro: Ensayos críticos. En el umbral de 1906 llegó a México, donde fungió como imán de un grupo juvenil que ansiaba transitar hacia nuevos caminos literarios y filosóficos. Aquí fue parte activa de la conformación de cenáculos donde se discutían nuevas corrientes de la literatura occidental, pero también se retornaba al estudio de los griegos. Continuó ensayando las crónicas periodísticas y logró conjuntar su segundo libro: Horas de estudio. En medio del caos provocado por la lucha revolucionaria que inició en 1910, Henríquez Ureña salió de México en abril de 1914 y tras una breve estancia en Cuba, llegó a Washington. Su periplo lo llevaría hasta Madrid para acompañar a su íntimo amigo Alfonso Reyes durante algunas semanas a mediados de junio de 1917, para después regresar a Minnesota para continuar con su trabajo en la Universidad. Su errancia terminaría en Argentina casi 30 años después.

Los países recorridos, con sus respectivas culturas, lenguas, tradiciones literarias y populares, así como las personas que conoció, dejaron una impronta imborrable en Henríquez Ureña, que pensó que en México, en 1908, pudo llegar a la “dura brillantez de lo maduro”. Es en este país donde, al tiempo que definía sus gustos literarios, buscaba también una identidad propia que descansara en sus orígenes en Santo Domingo, capital dominicana donde había nacido en 1884.

En México estaba solo. Su hermano Max había regresado a Cuba con su padre. Sus actividades literarias estaban limitadas por el horario laboral en una oficina de seguros; necesitaba tiempo para volver a escribir con frecuencia y para matricularse en la Escuela de Jurisprudencia. En la búsqueda de la revalidación de sus estudios de bachillerato, solicitó a su tía Ramona Ureña que le enviara desde República Dominicana una copia de su partida de bautismo tal como aparecía en la Catedral de Santo Domingo, ¿la razón? Los dos documentos que hacen constar su nacimiento –religioso y civil— no indican el nombre de Pedro, sólo refieren los otros dos: Nicolás Federico (3). Ramona Ureña cree que las tribulaciones de la madre de Pedro, Salomé Ureña, influyeron en las ideas de los encargados de asentar las partidas en los libros, y añade, en una carta del 5 de julio de 1909: “Ya te escribí lo que me había dicho el oficial Civil y ya verás en esta que te envío que aunque al principio consta que te llamas Pedro, más adelante solo eres Nicolás Federico; pero de esto me dio la explicación Troncoso el sacristán diciéndome que el que actuaba entonces como Cura era un hombre histérico y algo distraído, que con frecuencia, después de hacer algún bautismo, le preguntaba a él si estaba seguro de que se le hubiesen puestos los óleos o echado agua al niño” (4).

Copia de la fe de bautismo de Pedro Henríquez Ureña Fuente: Familia Henríquez Ureña, 1996, p. 12

Al final, el nombre con el que el intelectual dominicano trascendió en la historia de la cultura hispanoamericana es el que le impusieron por razón del santoral del 29 de junio, día de su nacimiento: Pedro, esto de acuerdo con la iglesia católica, que era parte fundamental de la sociedad dominicana de finales del siglo XIX. Durante sus primeros años fue conocido en su hogar como “Pibín”, el “gran Pedro Nicolás Federico”, diría su padre Francisco Henríquez en el cumpleaños número cuatro del niño que a los trece años de edad publicaría su primer trabajo con la firma Pedro Nicolás F. Henríquez Ureña.

Hoy, a 134 años de su nacimiento, se le recuerda con el primer nombre –no oficial, como se ha visto— y por la obra que hasta ahora es referente para los estudios de historia de la literatura en América Latina. Pedro Henríquez Ureña cumplió algunos de los sueños que su madre tuvo para él y sus hermanos: fue un hombre instruido y tuvo grandes ideales de progreso y dignidad humana.

Notas

(1) Enrique Zuleta Álvarez (1997) Pedro Henríquez Ureña y su tiempo, p. 133.

(2) Bernardo Vega (2015) Treinta intelectuales dominicanos escriben a Pedro Henríquez Ureña, p. 205.

(3) Familia Henríquez Ureña (1996) Epistolario, T. I, Edición Arístides Incháustegui y Blanca Delgado, p. 11 y 12.

(4) Idem.