En una época en que laboraba como director creativo de una importante agencia situada en un edificio en la Avenida Churchill de la capital del cual ocupaba dos niveles, manejábamos una línea naviera de transporte de pasajeros entre Puerto Rico y nuestro país, cuyos propietarios y ejecutivos eran unos franceses corsos, que poseían unos curiosos caracteres mezcla de italianos y galos -Córcega fue primero italiana y después francesa- es decir, unas veces abiertos y divertidos y otras serios y complicados.

Esa cuenta (cliente) me encantaba porque al tener su base en San Juan debíamos pautar sus anuncios tanto aquí como allá, y por ello me salían algunos viajecitos en barco que rompían con la rutina diaria, si es que en publicidad  se puede decir que la hay.

Un día nos sorprendieron desde París con la noticia que nos enviarían un experto en publicidad para asesorarnos y trazarnos pautas (lecciones disimuladas) de cómo hacer la publicidad de los productos y servicios de su compañía. Este hecho nos extrañó un tanto, porque los resultados que habíamos obtenido hasta el momento en ventas de pasajes y recordación de marca era muy satisfactorios, pero ya se sabe que donde hay capitán no manda motoconchista.

Así que a los pocos días llegó el experto, que yo le llamé de inmediato y solo para mis adentros ¨el Gurú francés¨, del que esperaba aprender muchas cosas de la profesión, pues procedía de un mercado europeo muy avanzado, y por ende, traería estrategias y técnicas publicitarias de lo más punteras.

Se trataba de un hombre de unos cincuenta años, más bien alto, un  tanto grueso-corpulento, de aspecto, modales y lenguaje algo toscos, hablaba un español muy deficiente, vestía siempre con el mismo traje formal muy pasado de moda y colormarrón monótono. No era muy expresivo y nada simpático. En definitiva, sin ningún rasgo de espontaneidad, originalidad, chispa, rebeldía o locura, que tantas veces tipifican a los ¨genios¨ de nuestra industria.

No obstante, y tal vez porque yo había estado en algunas ocasiones en Francia y conocía un par de docenas de palabras en su idioma, o porque era el que día a día hacía la creatividad de las campañas, o porque apenas congeniaba con los demás, el gurú me tomó algo de confianza.

A mí me extrañaba que no me diera los lineamientos a seguir sobre la creatividad, los mensajes o las estrategias de medios de  las campañas de la naviera, y solo algunas veces me decía algunas cosas tan enredadas que, la verdad, no las entendía para nada y al final uno quedaba más confuso que un pulpo en un garaje.

Lo que más destacaba del personaje eran sus constantes y largas llamadas a Francia, las cuales se suponía eran para informar sobre la marcha de la publicidad. Pero gracias a la ¨cercanía¨ que me dispensaba, pude descubrir que Gurú francés padecía de una permanente obsesión, y era la de que creer su esposa lo traicionaba con otros hombres.

Cada dos o tres días, a eso de las cinco de la tarde, que en la capital francesa debían ser las once o las doce de la noche, me hacía acompañarle a su despacho como si fuera su testigo de cargo, y llamaba nervioso a su mujer, el teléfono, en ese entonces no había celulares ni internet,  sonaba ringggg, ringggg, ringggg así un buen rato sin que nadie lo  levantara.

Ahí mismo comenzaba a decir que la muy zorra, la muy P.  no quería descolgar el aparato porque estaba revolcándose con otro en la cama o en algún motel… y mil cosas por el estilo. Yo trataba de suavizar la situación  respondiéndole que tal vez su mujer estaba cenando o había ido al cine con sus amigas. Pero él insistía empecinado en que lo estaba engañando, y se marchaba furioso para el hotel donde se alojaba. Dice el dicho, que cuando el río suena, piedras lleva.

Cuando supuestamente lograba comunicarse con ella, me decía a la mañana siguiente algo sonriente pero no muy convencido ¨hablé con mi esposa, todo está bien¨, pero un día o dos después, se repetía la tragicomedia de las llamadas, losinsultos y reproches. Bien, dejémonos de los sabrosos chismes de alcoba y vamos a lo que vinimos, que ahora llega lo bueno.

Un día que el Gurú francés estaba de más o menos buen humor, y yo demasiado chivo y con la mosca detrás de oreja por su extraña e insípida sabiduría de la profesión, le pregunté en cuál escuela había estudiado publicidad y en qué agencias había estado empleado.

Sin el menor empacho y con toda la naturalidad del mundo me dijo ¨yo no soy publicista, nunca he trabajado en ninguna agencia, lo que soy es herbolario ¨… cómo ¿herbolario? le dije atónito y sin poder creer lo que oía, ¨si, continuó la conversación, herbolario, tengo una tienda en París de plantas aromáticas y medicinales, infusiones de hojas curativas, jabones, cremas naturales… soy amigo de los dueños de la naviera y en una vez charlamos y me propusieron venir y supervisar su publicidad en Dominicana¨.

Yo me quedé doblemente estupefacto ante esa confesión y sinceridad. Por un lado, no me lo podía explicar, y a la vez, y por el otro, me lo explicaba todo sin tener que añadir nada más. Las largas llamadas desde la agencia eran para dar las instrucciones a su negocio, y el por qué las raras y escasas explicaciones sobre publicidad tenían el desabrido sabor de un té para dieta sin azúcar.

Como al mes, los corsos lo llamaron de regreso, supongo que debieron darse cuenta de que, posiblemente entre trago y trago de alguna ¨juntadera¨ parisina -pues es difícil encontrar otra explicación- el gurú manifestaría su interés en visitar Santo Domingo, puerto de llegada de los barcos, y lo enviaron a vigilar la labor de los indios publicitarios del Caribe, y así habían cometido un craso y costoso error.

El francés volvió a su tierra, a sus plantas, a su consorte y sus amantes fantasmas o reales, y así se acabó esta insólita historia de genios, sabios y guruses de publicidad. Tal vez ustedes, amigos lectores, puedan dudar de su veracidad, no sería extraño, porque a mí aún me cuesta creer que esto pudiera suceder.