Anastas Mikoyan, el último de los antiguos dirigentes stalinistas desaparecidos, fue durante cuatro décadas una de las figuras más importantes del supremo poder soviético. Sus habilidades como negociador en materia de comercio exterior y su visión de las necesidades de la coexistencia con Occidente, permitieron a su país superar muchas de las dificultades inherentes a la mala planificación y las frecuentes purgas intensas que desnudaron al Kremlin de talento en muchas esferas de la actividad oficial.
Sus virtudes de probado y viejo comunista disciplinado le valieron rápidos ascensos en la escala del poder, llegando a ocupar las más altas posiciones en la jerarquía roja a partir de los difíciles años de pre guerra.
Fue también un intrigante. La vida en el Kremlin obligaba al desarrollo de ciertas habilidades que él y sus compañeros habían comenzado a pulir desde comienzos de los años veinte cuando desde un pequeño escritorio del Comité Central, Stalin inició la construcción de uno de los poderes personales más terribles de la historia. Esa habilidad adquirió en Mikoyan características especiales. Sobrevivió gracias a ello a Lenin, Stalin, Kruschev y Brezhnev.
Sobre muchos de sus compañeros del antiguo Ejército Rojo, Mikoyan tenía el envidiable don de saber nadar con la corriente. Su ascenso meteórico empezó en medio de la perplejidad de la lucha por la colectivización y los inicios de la gran hambruna que desolaron las estepas rusas.
Jamás contradijo a Stalin. En parte esa era la clave de su éxito. Había estado con el "hombre de hierro" desde los años de la guerra civil y se mantuvo de su lado durante la confrontación con Trostky.
Aun cuando sus enormes responsabilidades le mantenían siempre alejado de Moscú, antes de su llegada a la cima del poder, un sexto sentido le permitió mantenerse siempre del lado en que soplaba el viento. Con ello eludió los inapelables juicios de esa época peligrosa del crecimiento comunista.
Su completa dedicación a la causa del partido y a los requerimientos de la revolución bolchevique terminaron por valerle un puesto en el Comité Central, en los años en que la amenaza de una guerra mundial era ya patente.
Cuando las tropas de Hitler invadieron a la Unión Soviética, los servicios de Mikoyan a la causa comunista eran de un valor inestimable. Bajo su responsabilidad estaba la misma suerte del primer experimento marxista y se entregó a él como si su propia vida dependiera de ello.
En cierta forma, tales obligaciones hacían de él una persona tan necesaria para la Unión Soviética como el propio Stalin. Mikoyan lo sabía y no escatimó esfuerzos por persuadir al dictador georgiano respecto al orden de prioridad de sus lealtades.
Por sus inigualables servicios, Stalin lo hizo viceprimer ministro. Desde esa posición fue el artífice de la negociación que culminó con el pacto de no agresión germano-soviético, que dio tiempo al Kremlin para consolidar su poder, ejecutar sus designios sobre codiciados territorios al oeste de sus fronteras y prepararse finalmente para una guerra decisiva que lucía entonces inminente.
Durante los fríos años de guerra, Mikoyan era responsable de garantizar los suministros a los combatientes y a la población civil. También tuvo a su cargo el manejo de los millonarios aportes llegados desde Washington bajo el Acuerdo de Crédito y Arriendo, que hizo posible en gran parte la heroica resistencia soviética.
Todo esto lo convirtió en uno de los dirigentes más importantes y apreciables del Kremlin, pero no lo transformó ni estimuló en él ambiciones desmedidas. Mikoyan siguió siendo el dirigente leal y disciplinado. Era el clásico burócrata y servidor del que la patria se sentía agradecido.
Su lealtad a Stalin terminó con la sospechosa muerte de éste. Algunas versiones señalan que Mikoyan sabía de la conspiración y que estaba enterado de que el hombre sería envenenado. Sus denuncias sobre atrocidades dieron inicio años después a la destanilización y al fructífero período de la coexistencia pacífica y la emulación económica con Occidente.
Con la llegada de Nikita Kruschev a la más alta cima del poder soviético, el papel de Mikoyan creció. Fue, en cierto modo, el artífice de la gran apertura hacia el Oeste. Sus negociaciones con las grandes potencias capitalistas fueron de un valor inestimable para la URSS. Llegó a ser calificado por algunos líderes occidentales que le trataron personalmente como un "extraño ejemplo de pragmatismo en un océano de fanatismo casi religioso". Sabía ser duro y flexible en la mesa de negociaciones y solía cambiar de actitud a tiempo cuando las circunstancias lo demandaban. Así, casi siempre, obtenía lo que se proponía.
Mikoyan tuvo siempre la certeza de que la cooperación con Europa y Estados Unidos era vital para la supervivencia soviética. El tiempo le dio la razón hasta el final de la URSS y la caída del Muro de Berlín, años después de su muerte.
A diferencia de los demás dirigentes soviéticos, su alejamiento de la esfera más alta del poder no significó el ostracismo. Era el fruto de su habilidad política. Igual a como ocurrió cuando Stalin, su lealtad hacia Nikita se esfumó cuando olió que el fin de este estaba próximo.
No obstante los compromisos que le ataban tan fuertemente a la era Kruschev, Mikoyan conservó sus poderes después del golpe de estado de 1964 que dio nacimiento al triunvirato encabezado por Leonid Brezhnev y formado por Kosigyn y Podgorny, este último separado del gobierno en 1977.
En su nuevo puesto, casi simbólico, de presidente del Soviet Supremo logró sortear los vientos de la nueva era hasta su retiro aparentemente involuntario en diciembre de 1965.
Quizás la mayor prueba de su habilidad y sus innegables servicios al comunismo soviético esté en el hecho de que, contrario a casi todos los antiguos dirigentes, gozó del aprecio oficial hasta la hora de su muerte, ocurrida el 21 de octubre de 1978 en Moscú..
(*) Miguel Guerrero, periodista y escritor, es Miembro de Número de la Academia Dominicana de la Historia.