Desde que hay mundo, tenemos autoridad. Es una condición, una cualidad, que irradia respeto a un conglomerado, a una comunidad, a una Nación. Los líderes de alguna manera misteriosa influyen en los seguidores y relacionados con su presencia, poses o discursos en determinadas circunstancias. Manifiestan una autoridad, que en muchas ocasiones no pueden ofrecer una descripción tangible y concreta del porqué gravitan con la sublimación de su personalidad en otros.
Todos los pueblos han generado esas figuras en diversos órdenes, funciones, trabajo e ideología y aún en vida se convierten en mitos, la generalidad luego de su desaparición física. Poseen dones, dados por los que aquilatan sus virtudes y cualidades.
Vale la autoridad intelectual, vale la autoridad científica, como también la autoridad política, literaria, de la cultura y la moral. Todas representan en su carisma o condiciones su influjo en las masas o elites seguidoras, que ven en ellos una proyección de los que desearían o aspiran, que no alcanzan avizorar. al menos en el tiempo presente, sus limitaciones.
Grandes líderes o autoridades se encuentran en cada época en proporciones muy limitadas. Tenemos el caso de los últimos 60 años en la sociedad dominicana, donde podemos apreciar el discurrir de sólo cuatro o cinco líderes poseídos de autoridad indiscutible: Juan Bosch, Joaquín Balaguer, José Francisco Peña Gómez, Jacobo Majluta y Hatuey de Camps.
Con ellos, se reconoce en la pluma de la mayoría de los analistas sociales y políticos, termina una era en el quehacer político dominicano, y se adviene una época distinta, crucial y de espera de la emergencia de novedosos líderes de inefables dimensiones. Siendo el último de esa camada en la aceptación de los sectores múltiples de la sociedad, el cacique Hatuey de Camps, en la firme valoración de la gente, recogidas dichas opiniones en la prensa nacional escrita y televisada.
Cuando una autoridad sobrepasa las cualidades propias de sus funciones sociales y políticas, irradiando las luces morales que le adornan, cual imán que atrae a los demás, entonces tenemos la presencia más cabal de una personalidad que impone su peso ético por encima de las restantes dotes.
Sus debilidades son minimizadas en la calibración que hace la gente y engrandece sus fortalezas, llevándolas a su máxima expresión, al considerarlos como mesías o salvadores (recordar la expresión: Balaguer es una necesidad nacional). Su autoridad emerge como representación simbiótica, de los que no poseen esas potencialidades, que las alojan en el líder que ha de cristalizar su sueño, sus ideales. Algunos se decepcionan al no ver cumplidas esas esperanzas, cuando caen o desaparecen sus ídolos con el pasar de los tiempos. Los casos más dramáticos, Peña Gómez y Hatuey de Camps, cuyos admiradores y defensores continúan apreciando que debieron llegar a la cima.
En artículo anterior me referí a Albert Einstein acerca de su juicio sobre la supeditación de la ciencia a la moral; el conocimiento, que la tecnología ha de servir a la humanidad, al ser humano. Sugiere insistentemente en medio de los conflagración mundial de la Guerra un órgano supranacional que en principios fue la Sociedad de Naciones, antecedente de la hoy Naciones Unidas- ONU-, que posibilitara la paz y la seguridad internacionales; esos son los principios que norman actualmente la Carta de las Naciones, además de implementar la cooperación diversa entre las naciones. el genio advirtió que los artefactos, sus inventos de explotación de la energía nuclear podrían caer en manos inescrupulosas y desatar un holocausto, como en efecto hubo de suceder. Pero deja escrito que su invento perseguía el uso de la energía con fines pacíficas para el planeta, atreviéndose a plantear una Comisión para La Paz, que defendía con ardor el filósofo Bertrand Russel, célebre por su teoría epistemológica.
Si me dieran a escoger entre esas autoridades, me quedara con la autoridad ética, que abre las puertas a la solidaridad, a los nobles sentimientos humanos, a la cooperación mutua, a la equidad social y política de las personas y pueblos, sin perjuicio del talento, la sabiduría y la obra científica aportada por los inventores e investigadores de los centros y universidades que pueblan el planeta. Tal como refleja y recoge extensamente en un largo trayecto histórico un texto Historia Social de la Ciencia, de John Bernal, en dos tomos , que me sirviera de cuna en mis estudios de filosofía de la ciencia. Es un trabajo que analiza y desmenuza el origen y desarrollo de la ciencia y el conocimiento desde los primeros albores de la humanidad en su bregar por arrancarle a la naturaleza sus secretos, hasta los últimos acontecimientos que hemos contemplado en la segunda mitad del siglo XX desde el punto de vista social.