A Pamela Vargas

Desde otras latitudes e inmerso en nuevos retos, los últimos diez años me parecen más lejanos de la cuenta. Transitar como un estudiante de doctorado dominicano en tierra norteamericana, provoca que el bachillerato en el país natal, la adolescencia, los primeros libros, aparezcan en mi memoria como la vida de otro, una novela leída hace mucho, de la que solo quedan recuerdos vagos. Sin embargo, hay algunas escenas que se mantienen vívidas, como si hubiesen ocurrido hace unos días. En una tarde de julio del 2011, tras llegar de la escuela, almorzar, entre otras cosas, empecé a hojear el Diario Libre, mientras trataba de paliar el eterno calor de Santo Domingo con un abanico. Pudo haber sido un día como cualquier otro, pero hubo una noticia que lo hizo inolvidable: Amy Winehouse había muerto el día anterior.

Nacida en el seno de una familia judía londinense el 14 de septiembre de 1983, Amy Jade Winehouse falleció con tan solo 27 años. Su corta trayectoria se resume en su amor por la música, sus logros extraordinarios, su obra de caridad y sus luchas con las drogas. Fue, sin duda, una figura global:  de Londres a Rio de Janeiro, pasando por Chicago, Toronto y, desde luego, Nueva York, las grandes ciudades del mundo la veneraron. No es necesario que yo me embarque en desarrollar un perfil puntilloso de Amy Winehouse. Tampoco me atrevo a llevar a cabo un análisis de su producción musical: esa tarea escapa a mi saber. Anoto brevemente por qué amo escuchar a Amy Winehouse.

La primera de las razones es la dificultad que Winehouse plantea temporalmente. No es una cantante del siglo XX, pero se fue demasiado temprano para ser del todo del XXI. Sus álbumes cruzan épocas distantes, géneros variados, estéticas casi irreconciliables: el jazz afroamericano, el hip hop, el pop de los girls groups de los años 60, entre otras herencias, tienen presencia en los tres álbumes de la inglesa: Frank (2003) Back to Black (2006) y el póstumo Lioness: Hidden Treasures (2011). En este último, álbum póstumo, se ofrece un testamento exacto del proyecto musical de Amy Winehouse. El álbum contiene versiones de clásicos de los años 60 como "Our Day Will Come” y "The Girl From Ipanema". Además, hay colaboraciones inesperadas:  integrar en un mismo repertorio "Like Smoke" junto al rapero Nas y "Body and Soul" con el mítico Tonny Bennet, es una muestra más que explícita de la versatilidad que Amy Winehouse podía lograr.

Una de las mayores herencias musicales de Winehouse viene de las vocalistas afroamericanas de jazz, en especial, de Sara Vaughan. De ellas, Winehouse aprendió a jugar con su voz, técnica presente en canciones como “Know you Now” o “The Girl from Ipanema”. Sin embargo, más que una imitación, en Winehouse el diálogo con sus maestras es una recuperación impregnada con su aroma personal.

Los temas de Winehouse van desde las infidelidades de pareja (“You Know I´m not Good”, “I Heard Love is Blind”) al vacío existencial que la vida de fiestas provoca en las jóvenes de su generación (“Fuck Me Pumps” “Hey Little Rich Girl”), entre otros más, que exhiben como Amy Winehouse articuló la experiencia del “gozar sufriendo”, la cual, como notó sagazmente Rafael Gutiérrez Girardot, no es la “decadencia” de la que han hablado tantas voces rezagadas, sino un estado anímico inseparable de la condición humana en la modernidad.

Para los que no pudimos verla en vida, los conciertos en vivo colgados en YouTube son un verdadero tesoro. Aunque sea a través de una pantalla y con la conciencia de que ella ya no está, ver a Amy en mi monitor o en mi teléfono, diez años después de su partida gracias al Internet, me otorga un sentimiento indefinible. Me entristece saber que la perdimos tan pronto, pero estoy agradecido de que la tuvimos. Amy Winehouse me enseñó a valorar la alegría de la tristeza.