“Aunque el amor llegue un día, me da miedo que tan solo sea esto; y, aunque el amor llegue un día, también me da  miedo que sea mucho más”. Sylvia Plath

Me gustaría hoy hablar del amor sin hacerlo como ya lo hicieron antes. No lo haré mejor. No es posible. No diré nada diferente ni que vaya a abrir los ojos al mundo a una nueva dimensión. No voy a formular teoría ninguna ni a dar sabios consejos que no poseo y nadie me pidió. Me gustaría tan solo abordar el tema a mi manera, como a mí me gusta hacer las cosas. Hacerlo sin más motivo que ordenar esta habitación que me habita llena de contenidos, a veces acumulados en puro desgobierno y caótico desorden.

Para facilitar la comprensión de este texto he de partir de dos premisas absolutamente básicas: en primer lugar es mí deber confesar, que casi con la misma pasión que acompaña toda adolescencia, aun creo en la existencia del buen amor, del mejor amor posible. En segundo y no menos importante que la primera variable, es que soy fruto de una de esas relaciones que persisten en el tiempo y que te marcan para siempre. Mis papas, sin exceso de alardes de empalago ninguno ni devoción que se prodiga para ser vista, me enseñaron que es posible la lealtad y el amor sin condiciones a lo largo de toda una vida. Un amor sin caminos que se desvían, sin trampantojo que engañe la vista y supongo yo -aunque jamás supe de ello – que con mil conflictos superados, pues llevan juntos la friolera de setenta y cinco años. Hoy los dos, ya superados los noventa me siguen mostrando, de todas las formas posibles, que el amor no es falacia sino esfuerzo vigoroso y consciente por mantener fuertes y sanas las raíces que lo sustentan.

El tercer y último pilar  que asentaría mi andamiaje habría de llegar muchos años más tarde, cuando yo ya había dado forma a un universo muy personal y a una forma de contemplar el complejo mundo del amor y sus, a veces, tortuosos, vericuetos. Mi encuentro con Erich Fromm fue providencial y terminó por encajar todas aquellas piezas que, inconexas, habían hecho que dudara estar en el camino adecuado, el único –al menos- que yo era capaz de recorrer. Más que un choque de trenes fue un acercamiento cadencioso y suave a la estación a la que una se dirige. Finalmente encontraba a alguien en quien reconocerme de una forma tan natural como si todo lo que yo había pensado hasta aquel momento cobrara forma de modo ordenado y perfectamente formulado para que al fin pudiera leerme a mí misma. Por supuesto que le conocía hacía años, pero a veces una pasa de largo sin prestar la atención debida a las cosas o tal vez no fuera su momento. En todo caso el reencuentro sucedió en el instante preciso.

Así pues, tenía una historia familiar que avalaba mi  forma de entender un asunto tan delicado como lo es siempre el amor. Tenía una trayectoria propia, que me había enseñado a arraigar con firmeza muchas de las cosas en las que siempre había creído y de la que aprendí como todos, a base de puro ensayo/error; y había  encontrado a la postre el corpus teórico que sustentaba no pocas de mis ideas, solo que este fue formulado en un tiempo distante – yo no había nacido – y en un periodo en el que aun parecían tener espacio algunas utopías.

En una ocasión acudí a una sesión de terapia. Necesitaba y con urgencia, por aquel entonces una puesta a punto. Describí mis pensamientos a la profesional con precisión y profunda seriedad. Me miró un tanto condescendiente y me espetó cual si fuera el oráculo de la verdad y sentenciara mi destino, ¡tú eres una romántica empedernida! Y lo hizo así con boquita de piñón y exclamación final.  No le di, por supuesto, mi opinión acerca de su perspicacia y poco acertado veredicto. Me lo reservé, siempre fui bien educada.  Ni que decir tiene que nunca más volví. No había entendido absolutamente nada y debía conocer a Fromm de oírlo en la Facultad, pero no fue materia de examen o ella lo pasó por alto.

Con todo aquel bagaje ya definitivamente asentado interiormente y santificado por un teórico de mi confianza, creí estar preparada para iniciar el camino de nuevo. Lo intenté, más llegué sin el rencor suficiente que atenazara mi existencia, sin urgencia, sin miedo al fracaso ni mochila que portara mi espalda. Avancé por diversas etapas con esa seguridad que concede estar en paz con el pasado y con mis afectos; sin despojar de valor la historia personal que me precedía y a la que no renunciaba. Encontré de todo, menos gente que supiera amar y a la que yo pudiera devolver el menor afecto.  Encontré por doquier mucha pompa de jabón, luces de neón de efímero chispazo y amor del que se invoca vacío de contenido. Hallé sucedáneos fugaces, ofertas de amor compartido, esposos insatisfechos, hombres atenazados por el miedo y algún que otro machista de pacotilla de escasas luces. Topé, para sorpresa y bochorno por mi falta de conocimiento, con muchas víctimas ignoradas; hombres dañados y heridos de golpe fatal por mujeres feroces, demasiados individuos anulados y con baja autoestima temerosos de todo. Di por supuesto, pues no podían faltar a la fiesta, con  gallitos de corral de pomposa boca. Poca cosa en cualquier caso; solo demasiado ruido y alharaca para contenido de tan escaso valor.  Encontré hombres sexo de muesca en cinturón de cuero, hombres en busca de esclava, esclavos que demandan dueña, propuestas de matrimonio, promesas de divorcio diferidas en el tiempo. Descubrí, debo decir, una muestra tan diversa y azarosa que me permitió ampliar mi visión del complejo mundo de relaciones que hombres y mujeres nos empeñamos en intentar. No logré, sin embargo, intuir, ni atisbar siquiera, el inicio de un camino a recorrer en compañía.

Llegado este punto del periplo me detuve a pensar seriamente. Puede que mi concepto del amor estuviera pasado de moda y quedara fuera de toda expectativa en la actual coyuntura, deduje preocupada. Tal vez yo sea demasiado exigente y este hecho me esté impidiendo customizar a voluntad mis sentimientos, inventarlos à ce propos o tan solo maquillarlos y ponerles sombra para hacerlos atractivos, anoté en este caso mentalmente, solo para torturarme ese punto justo que a veces necesitamos las mujeres con el fin de sentirnos culpables. Quizás el problema radique en que me aburre sobremanera el cartón piedra, la vacuidad y la falta de sentido, aventuré ya por cubrir todos los registros posibles. La conjunción de este buen puñado de detalles, en absoluto banales,  conformaba un panorama bastante desolador he de admitirlo. Sin paños calientes, me dije a mí misma. No ser apta no es nunca apetecible, que no lo sean los demás resulta incluso más tedioso y decepcionante.

Y he aquí que un buen día tu horizonte esboza una silueta que aventura algo que no esperas. El amor, como diría Theodor Adorno, es el poder de ver lo similar en lo que es diferente; es acercarte a un ser distinto y al hacerlo lograr más nítido tu propio reflejo, añadiría yo por mi cuenta. Es no solo admirarle sino contemplar en él la sombra que proyectas; compensar lo que falta para crecer juntos con más fuerza, es rasgar rutinas y coser suturas nuevas. Es trazar caminos y venturas. Es dejar que te confíen, confiar en el otro y es hacerte compañera.  El amor es juego delicado de fuerzas y de equilibrio. Es retar y que te reten a crear algo mejor. Es un pacto de amistad y lealtad sin fisura. Es crecer y cocinarse en fueguecito lento. Es remediar conflictos, resolver dudas, hacer preguntas y atisbar juntos respuestas. Es ser dos en divisible pareja; es también pactar acuerdos y no rendir innecesarias cuentas, dejar espacios de respiro y no auspiciar ni alentar la duda que es siempre mala consejera. Es, después de todo, decir verdad en bandeja de plata, pues solo de este modo se otorga con la merecida altura.

Y como ven ni pido tanto ni me excedo, con innecesario celo, en hacer del amor vano intento. En esto, como la vida misma, es cuestión de pactar acuerdos con quien uno es. No es fácil el amor, pues nada de lo que pretende el ser humano le es dado de forma gratuita; sin embargo siempre he tenido, en cierta forma, la certeza de que posee esa inexplicable sencillez de las cosas que en verdad importan, la cegadora claridad de lo profundo. Y es que, de igual modo que escribiera Sylvia Plath, yo también temo que el amor bien pudiera ser aún mucho más.