“E’te paí’ ejuna mierda”, frase de moda empleada para todo y ante cualquier desgracia acontecida en República Dominicana, ya sea ocasionada por el PLD, un chinero a caballo atravesado en la esquina, o hasta la misma madre naturaleza. Una protesta que alzamos a los cuatro vientos sin reflexionar que aunque existe una relación recíproca entre el país y su gente, la gente es quien hace al país.
Recordemos que las personas que nos gobiernan son una muestra más del ciudadano promedio y su idiosincrasia. Que con el mismo “tigueraje de calle” con el que hacemos marrullas en los negocios, evadimos la fila en el banco o nos parqueamos donde nos convenga, así también se mueven nuestros funcionarios para servir a sus intereses particulares y no al bien común.
Exigimos un país “del primer mundo”, mas nos resignamos a ser del tercero. Incluso nos mudamos a esas superpotencias, al “American Dream” o a la utopía europea, pero cargamos la bellaquería en la maleta, esa sagacidad pintoresca de la que nos valemos para sobrevivir al caos y que, generalmente deriva en la xenofobia de la sociedad que nos acoge.
Nos quejamos de la crisis, del desempleo, de la luz, de la inseguridad… votamos por ladrones para luego reclamar que nos roban; le damos fama a la que confunde la República Dominicana con una provincia, pero rechazamos el canto a la patria de Covi Quintana por su ascendencia europea. En fin, nos quejamos por deporte, sin asumir nuestra cuota de responsabilidad.
Y es que los beneficios de ser una “potencia mundial” vienen con un precio muy alto, donde generalmente se sacrifica el bienestar psicológico por el material. Entonces, si queremos ser tan desarrollados como Japón, hay que trabajar como los japoneses, olvidarnos de los asuetos o de que “hoy es viernes y el cuerpo lo sabe”.
Si analizamos los resultados del Informe 2018 del Latinobarómetro podemos notar lo contradictorio de nuestra sociedad. Por ejemplo: República Dominicana encabeza la lista de países Latinoamericanos dispuestos a pagar el precio de la corrupción para solucionar problemas, sin embargo el 53% de sus ciudadanos tienen la intención de emigrar.
Declaramos ser una de las regiones más felices de la tierra, llevándonos el tercer lugar en “satisfacción con la vida” con un 85%, pero imbuimos a nuestros jóvenes en la creencia de que su porvenir está en el extranjero.
Otra gran incongruencia de la sociedad contemporánea es pensar que con disfrazar a los hijos de Guacanagarix, tomarle una foto y publicarla en Instagram el 27 de Febrero ya estamos haciendo Patria.
Pero el patriotismo no se determina por cuán bien nos ajustamos a las propagandas, ni se aprende en la escuela, en cambio, se inculca día tras día en un hogar donde no sobren los discursos y falte el ejemplo, haciéndole entender a ese niño que, como dijera Séneca, “la patria no se ama porque es grande, sino porque es suya”.
El esnobismo de las clases ricas ahoga el producto nacional. No somos capaces de planificar un día montando yagüa en las Dunas de Baní con el mismo brío con el que llevamos a la familia a esquiar a Vail.
Hacer patria es que no haga falta esperar que venga un extranjero a explotar Bahía de las Águilas para que valoremos el potencial de nuestro paraíso. Es alejar esta preferencia absurda, propia de una mentalidad colonial, por todo cuanto se venda exótico.
Nuestro deber es convertirnos en ciudadanos activos, comprometidos con los asuntos públicos, dispuestos a enfrentar a esa exclusiva minoría que permanece colgada a la teta del Estado, mientras los de abajo mueren de miseria y miran desde el fondo.
Es apuntar en nuestras memorias los nombres de los políticos que se corrompen para al menos condenarlos en las urnas. Como el alcalde aquel que dejó una deuda ascendente a mil 400 millones de pesos y fue premiado hace poco con el puesto de “Ministro sin cartera”.
Es apostar al buen liderazgo, del que brotan oportunidades para todos, del que favorece la convivencia, la esperanza y el capital social como tal, pues cuando el liderazgo negativo se apropia del pensamiento general, se transita por las calles del egoísmo, del desprecio a lo propio, del racismo y la animadversión que solo conducen al descalabro nacional.
Conviene mirarnos también en el espejo de Venezuela, reflexionar si pretendemos dejar media isla a la deriva como botín que espera piratas y pasar de ser país a lástima universal.
Es impedir que llegue el día en que nos tengamos que ir por obligación y no por gusto. Pues solo cuando experimentamos el desarraigo del inmigrante, cuando el sueño americano se desvanece en la monotonía del trabajo sin fin, empezamos a apreciar la tierra donde nos cortaron el ombligo.
Ahora nos quejamos de “tanto papeleo” y viene entonces el afán por escapar del terror de la burocracia, aunque esto implique enfrentarnos a las leyes que no regulan y la política abracadabra de nuestros funcionarios.
Anhelamos regresar al “país de mierda”, al de la alegría sin fecha de vencimiento, al del colmado con delivery y los buhoneros que cantan. Al único lugar donde no hay deudas, porque existe el “fiao” y el sueldo se “e’tirica”. Donde los amigos son “pana-full” y los extraños sonríen. Donde el señor es “príncipe”, “mae’tro”, o “jefe” y todo el mundo “es primo tuyo”.
Extrañamos el sol picante de mediodía que indica plato hondo con cuchara; el mar azul del sur profundo, el limoncillo de carretera y hasta el jolgorio de cuando vuelve la luz.
Comprendemos finalmente que somos nosotros mismos el mejor instrumento para el desarrollo, que tal vez, en esa voluntad con la que enmendamos la crisis se cimenta nuestra esencia. Que Quisqueya solo urge de nuestros sueños, unos sueños que no necesiten visa.