La palabra “amor” se ha devaluado por su uso repetido y no sentido, así como por la utilización intensiva de íconos relacionados como besos y corazones en redes sociales, lo que se acrecienta en sociedades donde ser “chévere” implica proferir términos complacientes que no siempre guardan correspondencia entre lo que se expresa y se siente.

En el inicio de las relaciones de pareja muchas veces confundimos amor con deseo y con sentirnos bien en el momento. 

Por otra parte, el vínculo con los hijos es tal vez lo más parecido al amor verdadero, por su incondicionalidad y ausencia de límites. Cuando un hijo enferma o se encuentra en una urgencia, podemos vender cualquier bien de valor, como un carro o una casa, sin ninguna carga o remordimiento. ¿Pero por cuáles de esos otros que decimos que queremos haríamos algo similar?

Somos parte de una cultura donde abunda la mentira y la simulación, donde emitimos con frecuencia expresiones interesadas que más que halagar buscan que nos valoren en respuesta.

Desde pequeños se nos enseña a ser demasiado dependientes de las opiniones ajenas y de lo que espera el escenario, condicionando nuestro estado emocional a las consideraciones inestables y cambiantes de los otros.

Se nos impulsa a sobresalir, a destacarnos y ser figuras de dimensiones públicas, como evidencia de haber triunfado en la vida. Los símbolos principales del éxito son fama, belleza, riqueza y poder, aunque poseerlos no refleje necesariamente cómo nos sentimos dentro.

Vivimos en una realidad colmada por objetos atractivos, experiencias seductoras y cabezas abarrotadas de ideas y creencias, lo que nos mantiene distraídos y alejados de ese lugar interno de bienestar permanente donde nos situamos cuando se acalla la mente y sentimos el Ser de forma intensa. 

Nuestra atención energiza lo que toca. Si la enfocamos en eventos negativos, los vivifica, contribuyendo a su permanencia y reproducción. Cuando la colocamos en el exterior durante largo tiempo, abandonándonos a nosotros mismos, se generan desbalances y malestares.

El mundo nos atrapa con sus luces de colores, distanciándonos de quienes somos realmente, por lo que cuando algún acontecimiento nos impacta, trayendo la atención de vuelta a casa, podemos sentir sensaciones desacostumbradas tan fuertes que conllevan ansiedad y pánico. 

Somos parte de una civilización hiperactiva y consumidora insaciable de recursos, que equipara calidad de vida con cantidad de objetos.

La dinámica comercial impregna cada cosa con un sentido de obsolescencia, restándole interés y convirtiéndola en rutina al poco tiempo. Las personas, los objetos y experiencias tienden a perder encanto, generando nuevas expectativas y demandas de consumo, en una carrera interminable hacia un clímax que nunca logramos plenamente. 

El sistema va colonizando todo, introduciendo su lógica de conveniencia hasta en las relaciones personales, lo que nos lleva a desechar a quienes entendemos que no nos aportan nada y a sobrevalorar a quienes nos proporcionan algún tipo de rentabilidad o beneficio, no necesariamente económico, sino cualquier cosa que valoremos, como puede ser: diversión, conversación amena, placer sexual, ideas novedosas, sensaciones de seguridad o prestigio, chismes picantes o informaciones interesantes.

La globalización reduce las dimensiones planetarias, al tiempo que nos trae a las pantallas su enorme diversidad y riqueza, sus lugares más recónditos, sus productos más novedosos, sus infraestructuras más maravillosas y una multiplicidad de talentos humanos asombrosos. 

Frente a esa magnificencia y opulencia, con frecuencia nos sentimos empequeñecidos y reducidos, respondiendo con actitudes personalistas y protagónicas, o de cualquier otro tipo que refleje que somos “alguien” en la vida. 

La falta de realización y la insatisfacción abundan por doquier y muchas veces buscamos contrarrestarlas, no sólo inflando la imagen propia, sino también rebajando la de otros, creyendo que con esto elevamos nuestra estatura. 

Consideramos que todo anda mal y que los otros están plagados de defectos, sin darnos cuenta que lo que percibimos fuera es también reflejo de lo que somos dentro. 

Ese mundo que rechazamos, no es más que nuestro interior vertido hacia afuera, la imagen milimétrica de quienes somos, un espejo de nosotros mismos, el producto de nuestra falta de amor y acerado egoísmo. El campo perfecto para que podamos observarnos, crecer y evolucionar. 

Esto no va a cambiar significativamente a partir del disfrute sádico que se produce al ver sufrir a otros por sus actos. Esto no se va a transformar construyendo más cárceles y paredones morales, ni agudizando nuestro espíritu punitivo. Tampoco va a mejorar con la dureza interior que nos impide ponernos en el lugar de otros para de esta forma poder ser más comprensivos y compasivos. 

La importancia del mundo virtual crece en desmedro del real. Hoy permanecemos largo tiempo conectados a redes sociales, sobrevalorándolas hasta convertirlas en el espacio fundamental de la vida política y social. Pero una tendencia en las redes no se equipara a la incidencia de un esfuerzo transformador sobre la realidad tangible, la que sigue siendo el espacio fundamental de la existencia humana. 

Las redes han modificado los lazos personales, acercando a quienes están distantes y alejando a quienes se encuentran cerca, produciendo que ganemos en extensión, pero perdiendo en profundidad, llevándonos desde relaciones de calidad y cercanía, hacia otras de cantidad y superficialidad. 

Nos agrupamos cada vez más por afinidades parciales, por tendencias “identitarias”, ya sean ideológicas, deportivas, valóricas, sexuales o religiosas. Polarizándonos y convirtiéndonos en contrarios de quienes militan en otras preferencias o creencias, a la vez que fragmentamos y escindimos cada vez más la sociedad. 

Los vínculos se van aligerando al sostenerse más en coincidencias temáticas que en el entrelazamiento de actitudes y características personales, las cuales construyen lazos más complejos, reales y prolongados. 

La amistad se va debilitando y distanciando de la hermandad, pasando a ser muchas veces una experiencia descafeinada, una relación superficial proclive al alejamiento y la ruptura ante cualquier contradicción o diferencia 

En este mar exacerbado de personalismo, hedonismo y narcisismo, de fragmentación social, de sustracción de nuestras verdaderas identidades, nos hace bien volver a casa para poder percibir quiénes somos realmente y cuál es nuestra naturaleza más profunda, más allá del mundo de las formas y las manifestaciones. 

Retornar a la fuente nos permite desechar las máscaras actuales y recuperar la autenticidad perdida, facilitando que pueda aflorar el amor verdadero, el cual sólo puede manifestarse cuando respondemos de manera inmediata, con la menor cantidad de filtros y propósitos propios, a lo que se demande de nosotros.