(A propósito del 14 de febrero)

Entre el dulce olor del cereal, el sabor familiar de la rodaja de pan, la anomia en el noticiero de las siete y la salida de un sol urbano que se inicia tibio y complaciente, hay un beso mío, fresco y tierno, instalado permanentemente en tu mejilla.

Junto a las declaraciones tontas, las aventuras diminutas, el mover del viento y el color de las flores del jardín, hay una caricia mía, ciudadana ilegal del país de tus pequeñas alegrías, vaga razón de una sonrisa personal, privada, casi inexplicable.

Aunque sin títulos de propiedad, tengo una parcela en el brillo de tus ojos, un lote en la picardía de tu mirada y unos cuantos kilómetros de playa en el mar de tu risa.

Estoy en tu vida, meticulosamente colocada en los recipientes de la amistad, al cuidado de las nanas del cariño. Se nota cuando me miras, pues la ternura en tus ojos no tiene reservas ni remordimientos.

Tus palabras buscan enredarme entre el relato de lo cotidiano y la narración de lo extraordinario; tenerme allí, presa del sonido de tu voz, testigo de confesiones del alma que descifro entre líneas, para no causar daño ni dolor.

Me has colocado en tu bolsa de artículos imprescindibles, apartándome un lugar en el botiquín de primeros auxilios. Coloreo tu vida, espanto tu soledad y te escucho sin juzgarte.

Conmigo eres Pierrot, Arlequín o Colombina. Vistes el espíritu de fiesta y máscaras, o lo muestras desnudo y sin maquillaje. No lastimo tus partes blandas cuando dejas el caracol, ni intento aplastarte si entras en él.

Y es que hay besos tuyos indeleblemente inscritos en mis mejillas; caricias que han atravesado sin papeles los límites de mi piel, asentándose en mi alma y levantando en ella un poblado con tu nombre, en donde todos los habitantes son felices.

Preservo cuidadosamente tu corazón en los habitáculos de la amistad, esta forma de amor que me hace transpirar alegría y que se esparce con el brillo de mis ojos, con la picardía de mi mirada, con el alcance de mi risa.