Pienso mucho en la amistad. Es lo único que nos queda. Es como un náufrago frente a una inmensa ciudad en el fondo y en medio un salvavidas roto. Se tiene que decidir entre la ilusión de una mejor vida y algo grande o agarrarse de lo que pueda. Como la amistad es en esencia comunicación, entonces hay que preocuparse por la calidad de lo que se conversa. ¿Conversa o conserva? ¡Upps, se me chispotió! ¿De qué hablar? ¿Por qué o para qué inflar entre nosotros el muñeco de la amistad cuando muchas veces lo que hacemos es evocar alguna experiencia común, tereques ya atiborrando algún sótano de la memoria, cuando del día a día poco se habla?

Yo siento mucho nuestras palabras, los diálogos, las chispas, los rayos o los tetrapacks que salen para la basura. Pienso la curiosidad, el anhelo de nuevos aires, el lanzarse hacia los espacios de las frescuras, y no tan sólo seguir inventariando los muñecos de paja de la queja, la casa como guarida o trinchera, tus hermosas plantitas cerca de una montaña como las ramas que te atan a una vida única, el quesito de hojas doblando por La Cumbre como tu principal hábito alimenticio, las avenidas en el Polígono Central que son como guillotinas para alcanzar el otro lado de la ciudad, y cuida tu cabeza, oh yea.

Santo Domingo no es Buda-Pest pero tenemos muchos Budas de un lado y del otro ya sabrá usted qué. Repaso mi guía telefónica como un mapa que va del cementerio al periódico al que le falta una sección deportiva. ¿Se mudaron? ¿Murieron? ¿Alguien se ejercita en el arte de las visitas? No. Las visitas fueron lo primero en perderse, a la pandemia gracias. Pero pensaba, como Blas de Otero, que nos quedaba la palabra. Llamé el viernes en la noche a ocho amigos y ninguno tomó el teléfono. No puedo negar el encanto de aquella expresión ochentera: “te guayaste”. Llamaba porque los viernes es el día del llamadismo: para consultas académicas, para refrescar un dato que necesitaba, para excusarme y explicarme porque no me interesaba un libro tal, y así por el estilo. Llamaba porque ya estoy jarto de los mensajes, de los que se contestan con otros mensajes que no excederán los 45 segundos, porque se está en un tapón o llegando a Juan Dolio o a la finquita en Romana. Llamaba porque el viernes es un día perfecto para el llamadismo y saber si el mundo saldrá de su esfera en algún momento. Sí: ando guayado, porque media humanidad estará cruzando peajes, ilusionados por el agüita fresca del Atlántico o del Caribe oyendo a Silvio o a Sabina o un brasileño que nadie puso nunca en las Américas o en la Carretera Duarte.

Pero me consuelo pensando que las ocho llamadas serán devueltas a partir del lunes o cuando tu fin de semana no represente riesgo alguno de ser interferido por los drones de alguna presencia mal pintada. Ansiedad, hartazgo, son dos de las definiciones de esta época. Lo sé. Lo sabemos. Yo también me acelero, me canso, mis miserias me pinchan este cuerpo que la gente ve y que de verdad, no lo oculto, es patético. Y todo esto lo escribo como San Agustín después de sus Confesiones, como el último preso de Alcatraz escribiría su primera carta, porque Santo Domingo también es una prisión donde muchísima gente se mueve en el resolvimos -hay que resolver-, y en lo peor: en el nopudismo, léase: “No pude ir”, “no pude verte”, “no pude caer”, “no pude pasar”, e incontables “no pude…” de calibres que ni la memoria divina pudiera procesar.