« Mi mejor amigo es el que me da un libro que no  he leído », decía Lincoln. A lo largo de mi vida de lector he recibido muchos buenos consejos y creo que ha llegado el momento de agradecerlos.

Agradezco a Pedro Domínguez Brito haberme prestado  « El nombre de la rosa », a pesar de que era del  Padre Dubert,  La descripción que hace Umberto Eco de los demonios esculpidos en el  tímpano de la iglesia de la abadía es una de las más aterrantes que jamás he leído (a pesar de que lo hice en la playa, en pleno mediodía). Le agradezco también  « El evangelio según Jesucristo », que me acompañó una noche que dormí como viajante en un hotel en Nagua. Justo cuando Saramago describía  el momento en que « José derramó su simiente en la copa de María », la pareja de la habitación contigua, de seguro ilegal, pero legítima – el hotel era de paso – hacía exactamente lo mismo. (Y todavía hay quien no cree en la sincronicidad).

A Pepe Grullón le agradezco haberme presentado la Ética para Amador, a cuya lectura siguió la de la Política para Amador – obras que deberían ser obligatorias en las escuelas primarias y secundarias y, sobretodo, en las sedes de los partidos, en las cámaras legislativas y en el Palacio nacional- y la de muchas otras de la extensa e interesante bibliografía de Fernando Savater, quien desde entonces es uno de mi escritores favoritos.

A Julio Ángel Cruz y a Franklin Hernández,  Así hablaba Zaratustra, La náusea, El extranjero, El astillero, El túnel y Un hombre acabado,  a  pesar de que aquella dosis acelerada de Nietszche, Sartre, Camus, Onetti, Sábato y Papini por poco acaba con mi cordura…

A Norman de Castro también, por haberme hablado de Eduardo Mendoza y  su serie del detective anónimo, con la cual me reí a mandíbula batiente, contribuyendo así a apalear los tristes días de invierno y las solitarias noches de viernes que pasé en París.

A Manuel Rubén Espejo, por Alvin Toffler y Samuel Boorstijn. A Joselenin Lockhart, por El cartero de Neruda (Sí, al fin la encontré…). A Felipe Mejía por Los renglones torcidos de Dios.

Y a Ramón Hipólito por las biografías de Golda Meir y Lee Iacocca. A Carlos Bartolo Núñez por la de Napoleón y a Jaime Borbón por la Historia de los judíos…Leyéndolos me di cuenta de que no se llega a ningún sitio si no conocemos nuestras propias fortalezas.

Al poeta López Cabral, por Rubén Darío y Manuel del Cabral y, a Leopoldo Fernández, que ambos hayan encontrado la paz, por Memorias de Adriano.

A Carolina Pérez, por haberme introducido al mágico mundo de Jorge Amado y su amada Bahía, apasionante ciudad sobre la que escribió en muchísimos libros sin hacerlos cansones, sin embargo. Y sobre todo por Stefan Zweig (al que todos llamábamos Zueig, menos Marquitos – que en paz descanse – que  decía Zváig, no sin cierto malcontenido orgullo intelectual). Zweig, de quien también me habló mi padrino Tabaré Espaillat (que al cielo vayan mis agradecimientos), fue prácticamente mi única lectura durante un lustro. Viví, literariamente hablando, a principios del siglo XX. No conozco mejor biógrafo (Fouché, María Antonieta, Erasmo…), ni conocedor más fino del alma humana (La confusión de los sentimientos, El jugador de ajedrez…). Lo dejé a regañadientes, para descubrir otros clásicos más recientes, porque los libros son muchos y el tiempo poco…

En fin, a todos aquellos que me han recomendado, prestado o regalado un libro. Si no los recuerdo no es su culpa, sino la del escritor…

Por cierto, haciendo este inventario, recuerdo a tantos amigos que se han ido ¡Qué lástima que tanta buena gente lo haga a destiempo y tanto hijo de puta siga vivo!