Soy amigo de un ministro (de varios). Me conoce el presidente, al cual tengo de castigo; una foto de su excelencia en la que está mirando como un lince en el oscuro cuarto de los regueros, cuya imagen queda en yuxtaposición a la escoba y los desinfectantes, los paños de sacudir y la enorme batea en la que me bañaron siendo niño y hoy se usa como depósito de viejas municiones y enseres sin clasificar.

Soy amigo de un gobernador; de su tercera esposa, de la amante que administra una dependencia en el instituto nacional de aguas potables.  Me conoce el nuevo cónsul en Brasil, tres voceros de organismos ministeriales (igual soy amigo de la muchacha que le sirve de asistente al encargado de llaves de la entrada norte a palacio). Tengo tarjetas azules, moradas, blancas, algunas rojas y otras que conforme al viento cambian de color a imagen y semejanza de los réptiles.

Igual conozco los números privados de varios generales, unos ciento cincuenta si mal no hago cuentas (todos grandes empresarios, gente que han sabido ahorrar cada peso de su transpirado sueldo en el ejercicio que es la patria). Tengo contactos, arriba, abajo, al centro y adentro. Amigos íntimos, elocuentes,  intachables, magnos políticos criollos.

También me gozo el aprecio de varios jueces y abogados, directores “muy honestos” de medios muy decorosos. Tengo en el haber a varios conocidos comerciantes, algún que otro inversionista de ojos verdes, de esos que han llegado a la conquista de la América en taparrabos, repitiendo las hazañas de Cristóbal Colon o del gran Nicolás de Ovando (mismos que igual tratan con los mansos en el poder  o los conocidos cimarrones en la eterna oposición sin cabeza).

En fin, soy amigo… ¿De qué otra cosa más puedo vanagloriarme?  El país ya estaba así de podrido cuando yo llegué.