Entre el retumbe del vallenato proveniente de sus audífonos, la colombiana le preguntó a la señora cuánto le faltaba con el ‘blower’. “I’m sorry, no espaniol”, se limitó a decir la mujer. “¿Cómo no? si vives en Miami”, le reprochó la muchacha sin dar crédito a lo que acababa de escuchar.  I’m sorry, I’m a Newyorker, born and raised”, se disculpó nuevamente la rubia terminándose de secar el último mechón de pelo.

Con 55,2 millones de latinos en Estados Unidos (17% de la población total del país), 25,4 millones registrados para votar en estas elecciones según los datos del Pew Research Center, los inmigrantes no sólo revolucionamos los números, sino que alteramos el orden social del Norte.

Ciertamente traemos nuestro calor humano, nuestro sazón, nuestros ritmos; trabajamos duro, dos y tres tandas en los oficios que los gringos no realizan (comida, construcción, cuidado de niños, valet-parking, limpieza…) pero con ello también importamos nuestras malas costumbres, esos hábitos deplorables que no se adaptan a las reglas del juego Norteamericano.

Acostumbrados a pasar por periódicas debacles económicas, sociales y políticas en nuestros países de origen, en lugar de asumir como es debido el nuevo escenario, pretendemos ajustarlo a las reglas de nuestra malformación endémica: corromperse para subsistir.

Para los amantes del cine, si recuerdan “Gran Torino”, el largometraje dirigido y protagonizado por Clint Eastwood en 2009, donde encarna a Walt Kowalsky, un  trabajador jubilado de la Ford Motor Company, podría más o menos inferirse por qué tantos blancos nativos de Estados Unidos votaron por Donald Trump.

En la película, Kowalsky es viudo y el último residente blanco en un barrio invadido por extranjeros. Tiene en su garaje un Gran Torino, el mítico auto de los años setenta fabricado por la Ford dentro de la categoría “muscle car”. El vehículo hace alusión a época dorada estadounidense, la potencia próspera y poderosa que tanto añoran los trabajadores blancos.

Esos que sienten que ha desaparecido su hegemonía, su identidad, su modus vivendi, su American Pride.  El país tiene cada vez más inmigrantes. Sus fábricas se trasladan a México. Sus Gran Torino son sustituidos por coches japoneses. Ese americano promedio que vive cada vez peor, que se ahoga en taxes, a los que el Obamacare, en vez de curarlos aniquila,  y que, encima, en estados como California o La Florida deben dominar el castellano para conseguir trabajo.

¿Quién promete devolverles todo lo que han perdido? Donald Trump.

Demagogo, populista, oportunista, aplíquele el calificativo que más le agrade, pero este señor definitivamente ha dado en el clavo. Parece como si Trump hubiera basado su campaña y eslóganes en el guión de la película. Como buen estratega de marketing, el señor naranja encontró un nicho de mercado en la tierra del Tío Sam.

El Quisqueyano que aún no entienda lo que está pasado en Estados Unidos, que se pregunte a sí mismo cómo se siente cuando el carrito de chimi de la esquina ha sido reemplazado por cachapas y tequeños, o que las bailarinas del play sean de importación Venezolana y que el “pica pollo chino” domine el plato del día dominicano.

Hallemos la diferencia entre un cubano que pise suelo estadounidense y viva de cupones tras un viaje en balsa y un haitiano que cruce el Masacre a pie y “se coma” parte del presupuesto Nacional dominicano.

Humildes reflexiones de una criolla bullosa, apolítica, sin botella y que aún trata de adaptarse al sistema Yankee, a este modo constitucional “tan ético” que acaba desengañando a la mayoría de los súbditos.

Así pues, los resultados de estas elecciones no son más que el reflejo del obrero americano encabronado, esos a los que Trump, con su discurso vulgar y “políticamente incorrecto”, les ha dado en el pela’o.