Martha Milagros, una mulatita de 6 años es mi hija más pequeña. Tiene unos moños, porque “pelo”, dicen algunos, es privilegio de los “blancos”, que apuntan siempre para el cielo. No hay lluvia o viento que los desvíe. ¡Son un milagro!
Varias compañeras de mi hija en el colegio las miraban con curiosidad. Delante de la madre de Martha Milagros, extremadamente celosa con la imagen y la identidad de su hija, una de ellas le preguntó el por qué no la llevaba a un salón de belleza para que la peinaran. La madre, con ironía, gracia y delicadeza, le explicó todo lo de mi princesita y su identidad, ya que esto no era una racionalización de ella, sino que reproducía lo que era común en su casa.
Amelia Vega, la reina de belleza del mundo, desafió a todos y renunció a todo para unirse voluntariamente, para compartir su vida con Al Horford, un excelente jugador de baloncesto, gloria del país, pero que para algunos energúmenos había cometido el pecado de ser negro. Cuando Amelia anunció este acontecimiento, estando con la aureola plena de su belleza, con todas las oportunidades por delante, relampaguearon los rayos de la hipocresía, la mentira, la discriminación y el racismo. ¡Esto no podía ser! ¡Realmente debía de estar loca para casarse con un negro!
Bien cuerda, sin prejuicio, llena de identidad, con conciencia profunda del ser humano y del amor, orgullosa de su esposo negro y de sus hijos mulatos, Amelia presentó al mundo a Alía, su primera hija, una hermosa niña, que hace honor a su madre. Una prejuiciada, deformada, sin pudor, con la desfachatez que denigra, con la discriminación y el racismo que avergüenzan,
solo tiene ojos para ver que esta niña hermosa, llena de ternura, a pesar de su belleza mulata caribeña, tiene “moños malos”, como le diría también a mi hija.
Amelia, desde que dio el paso de unirse por amor con Horford, trascendió a la reina de belleza tradicional y se convirtió en un ejemplo de valentía y de identidad, orgullo de los que no nos avergonzamos de nuestra herencia africana, de nuestra dimensión afrodescendiente, de los que no creemos en el color de la piel para evaluar ni amar a una persona y que valoramos a los seres humanos por sus dimensiones morales, éticas, sentimentales y espirituales.