El poeta, que es a la vez narrador y protagonista, se acerca a los vestigios incas pero no como simple curioso o como arqueólogo sino en tanto que partidario. Se trata de un peregrino rebelde que se interroga sobre la aberración que representa esta empresa colosal, queriendo saber al precio de qué sacrificio se instaló en una tal altitud esta estructura perpendicular, esta geometría indestructible. Y la respuesta que se impone necesariamente es la injusticia, el fuete, la cárcel o el calabozo, la tortura de constructores esclavos, la miseria y el hambre de tantos hombres. Y todo ello, por querer construir una acrópolis secreta y sobre todo para satisfacer quizás, la voluntad terca de un monarca. Una enorme maquinaria humana, reducida a ella misma, casi privada de herramientas o con muy pocas.

El creador, colmado de piedad por la humanidad humillada se solidariza con ella y compone su canto buscando, en cierta forma, vengar y celebrar la multitud obscura que pagó con sus sufrimientos el esplendor de esta ciudad. De repente, la imprecación y el rencor ceden el paso o cambian el blasfemia en Salmo pues se trata también de un himno a la imponente construcción.

Hay una atmósfera de dimensión legendaria que sentimos cuando el poeta evoca las ruinas, se recuerda la sociedad inca, su glorioso pasado – aniquilado por la conquista – "soporte" sobre el que se apoya esta vasta construcción poética en la cual el poeta, alcanzando su madurez lírica, expresa su concepción del mundo.

Hay dos momentos o fases claramente diferenciadas en el texto. La formulación de una problemática primero y luego, la solución. En la primera parte, constituida de los cinco primeros cantos, el poeta se encuentra angustiado, sin esperanza, la forma poética la percibimos como dislocada o desencajada, el código metafórico o imaginativo se encuentra claramente al opuesto del de la segunda parte tal y como veremos.

PRIMERA PARTE

En la primera parte, que se extiende hasta el canto V, Neruda hace una revisión de su pasado poético confundido con su vida. Se sitúa en la tierra, en la ciudad, va por las calles y con precisión nos señala, con un dejo de melancolía, la estación en la que se encuentra:

"el advenimiento del otoño la moneda extendida/ de las hojas".

Y ésta no es la única vez que alude a este momento del año, son numerosas las referencias al otoño pues, como veremos en detalle, se trata de la descripción de un ocaso o declive. La evocación que también hace de la primavera nos hace sentir el paralelo existente entre ambas realidades. La recapitulación de experiencias ya superadas arrastra consigo una predominancia de los tiempos de la acción cumplida o pasada: pretérito perfecto e imperfecto. Se alude al hombre atormentado íntimamente, víctima de la rutina, la muerte, la degradación, el deterioro, la incomunicación, la falta de autenticidad, la existencia angustiada, la vida degradante sin compromisos liberadores. El hombre que se desplaza, desorientado, en la ciudad aplastante y abrumadora, está representado con los términos de su decadencia y un estado de ánimo que refleja su abatimiento espiritual. La referencia a la "red vacía" indica claramente la constatación de que nos encontramos en un estado de carencia, en un universo vacío, de donde se traduce la impotencia en "atrapar" el sentido de la vida:

Del aire al aire, como una red vacía,/ iba yo entre las calles y la atmósfera, llegando y despidiendo,/ en el advenimiento del otoño la moneda extendida/ de las hojas (…)

Neruda nos comunica la idea de la usura inexorable del tiempo, la sensación de ser siempre, y en todas partes, un extranjero. Hay una atención muy marcada por lo metafísico, una búsqueda ansiosa y vehemente de los fundamentos del ser, una exploración de su esencia y de su destino, un escudriñamiento por lo esencial. El poeta se encuentra atribulado cuando constata la fugacidad de las cosas incluso del amor, pues aunque el ser pueda llegar, algunas veces, a una cierta profundidad en la relación, la primavera del amor es efímero y la bella estación de las flores se lleva también consigo los días de plenitud amorosa, también el amor sucumbe ante la ley que gobierna las cosas, y el hablante en el texto tiene clara conciencia de que todo conduce hacia la muerte, a la destrucción:

"Días de fulgor vivo en la intemperie/ de los cuerpos: aceros convertidos/ al silencio del ácido:/ noches deshilachadas hasta la última harina:/estambres agredidos de la patria nupcial."

La actitud de indagación y de búsqueda profunda es expresada, en una ocasión, en versos saturados de erotismo:

"Hundí la mano turbulenta y dulce/ en lo más genital de lo terrestre."

El vate nos recuerda también su pesquisa cuando retrocede o "desciende" al pasado con su peso de ajamiento, acabamiento y deterioro:

"Regresé al jazmín/ de la gastada primavera humana."

Se establece un paralelo entre el reino vegetal y mineral y los seres humanos, sintiéndose decepcionado por el hecho de constatar la solidaridad existente en el primer grupo de entidades mientras esto no lo encuentra entre los hombres. Lo vegetal y lo mineral se comunican, establecen vínculos entre ellos mientras que el hombre se encierra en sí mismo, se niega al trato o a la relación:

"Si la flor a la flor entrega el alto germen/ y la roca mantiene su flor diseminada en su golpeado traje de diamante y arena,/ el hombre arruga el pétalo de la luz que recoge/ en los determinados manantiales marinos".

Por otro lado, se nos deja entender que, en lo que respecta a la naturaleza, todo permanece inmutable sigue su ritmo de armonía y de paz a través del tiempo e incansablemente:

"Y, mientras en la altura del ciruelo, el rocío/ desde mil años deja su carta transparente (…) sobre la misma rama que lo espera,"

Ese buceo profundo por llegar a la raíz de las cosas, al origen – el "viaje" a la historia que emprende en el poema – se nos comunica a través de una comparación que describe la manera suave, sutil y fluida que posee el hablante para penetrar, para filtrarse hasta el fondo de la verdad:

"Descendí como gota entre la paz sulfúrica".

Debemos entonces aceptar el desafío, el compromiso, la intensidad. Las existencias auténticas – nos hace ver el poeta – son aquellas que son vividas con riesgo y plenitud:

"Quise nadar en las más anchas vidas,

en las más sueltas desembocaduras."

En cuanto al alma, ella se encuentra en una situación maltrecha y menesterosa y expuesta a la frialdad de la existencia. El hombre, angustiado, trata de escudriñar, en múltiples ocasiones, el lugar donde se refugia todavía la verdadera vida, lo eterno, lo trascendente en el ser humano que parece no hallar en ninguna parte. La ciudad es asfixiante y los hombres no constituyen sino un manojo de caretas lo que da cuenta de su falsedad, la mentira, su disimulo y el engaño:

"Entre la ropa y el humo (…) como una barajada cantidad, queda el alma: (…) desvelo, lágrimas (…) cuántas veces en las calles de invierno de una ciudad o en/ un autobús (…) me quise detener a buscar la eterna veta insondable (…). No pude asir sino un racimo de rostros o de máscaras/ precipitadas, como anillos de oro vacío,/ como ropas dispersas hijas de un otoño rabioso."

El vate trata de escudriñar la "morada" donde se ha escondido y "palpita" y se "dilata" la vida, el calor íntimo y benigno de la hermandad pero, inútilmente. El resultado es desastroso, el hablante no percibe sino la mentira, la precariedad, el desasosiego, la frivolidad, la separación, la soledad, la tensión, la temporalidad de la existencia, la muerte. No hay "eco" entre los hombres, no vibran en la misma onda, no hay solidaridad, el brillo de la "humanidad" se ha perdido, la vida es hostil, reina la desarmonía y pareciera como si un hueco insalvable separara a los hombres que se encuentran disgregados, no reconociéndose ni en sus actos ni en su quehaceres y que, por lo demás, se perciben como envueltos en un mecanismo de rutina impuesto por la vida de la ciudad que exige una labor acelerada, inhumana, en favor del progreso. Los individuos se encuentran marcados por el sonido inclemente y vacío de la máquina o la "civilización", un paisaje lúgubre se siente por todas partes:

"No tuve sitio donde descansar la mano y que hubiera devuelto el calor o el frío de mi mano extendida/ Qué era el hombre?(…) entre los almacenes y los silbidos, en cuál de sus/ movimientos metálicos/ vivía lo indestructible, lo imperecedero, la vida?"

Por otro lado, los hombres se encuentran desligados de sus semejantes y no hay señal alguna que haga los haga sentir que son un sólo cuerpo, se ha perdido la humanidad, el ritmo de la vida los ha dividido y desunido, se encuentran, en fin, aislados o dispersos:

"El Ser como el maíz se desgranaba"

Las pequeñas agonías de la vida cotidiana – la rutina, los temores, las deudas, las desdichas, el hambre, el abuso, el odio – consumen y destrozan al hombre y constituyen para el poeta una derrota o una auténtica muerte:

"Cada día una muerte pequeña, polvo, gusano, lámpara/ que se apaga en el lodo del suburbio (…) y era el hombre asediado del pan o del cuchillo,/ el ganadero: el hijo de los puertos (…) todos desfallecieron esperando su muerte, su corta muerte diaria: y su quebranto aciago de cada día".

Pero lo que es todavía más inaceptable para el poeta es el hecho de que no hay justificación alguna para que los seres se distancien y consuman causado por las pequeñas muertes del diario vivir del arrabal, hundidos en la miseria y el infortunio:

"Los acontecimientos miserables (…) muchas muertes llegaba a cada uno (…) cada día una muerte pequeña (…) que se apaga en el lodo del suburbio".

Esta muerte insignificante, individual, tiene algo que ver también con la otra muerte, la grande, la verdadera, la definitiva, la esencial, la que paradójicamente debemos experimentar como resolución final. Después de todo, no podemos perder de vista que somos seres destinados a la muerte, que la llevamos dentro de nosotros mismos. A esta muerte pequeña, injustificable, indigna, el autor opone la otra muerte, la grande, majestuosa, soberana, omnipotente, total, la que es natural y, hasta cierto punto, justificable y digna. Esta última se insinúa con la sutil alusión que ya se hace en el canto IV a las altas ruinas de Macchu Picchu que bien sitúa en un pasado acabado para siempre y cuya contemplación produce en el hablante un estremecimiento profundo:

"La poderosa muerte me invitó muchas veces (…) vastas construcciones de viento y ventisquero./ Yo (…) vine, (…) a la mortaja de agricultura y piedra,/ al estelar vacío de los pasos finales."

El "yo" lírico, angustiado, se pregunta dónde está la muerte y se imagina a los moribundos pero no llega a encontrarse o a tocar propiamente el rostro de la muerte, pues ésta es incorpórea e inaprensible:

"Yo al férreo filo vine (…) a la mortaja de agricultura y piedra, / al estelar vacío de los pasos finales (…) pero, ancho mar, oh muerte!, de ola en ola no vienes,/ sino como un galope de claridad nocturna."

El "vuelo" de la muerte es rápido. No podemos ver más que sus manifestaciones externas: los oficios religiosos realizado por los sacerdotes con adornos pomposos o el velorio fúnebre, las lágrimas:

"Nunca llegaste a hurgar en el bolsillo, no era / posible tu visita sin vestimenta roja:/ sin auroral alfombra de cercado silencio:/ sin altos enterrados patrimonios de lágrimas."

En el canto V equipara de nuevo la gran muerte a la pequeña, la de cada uno, de la que señala su vacuidad. Se opone, de nuevo, la muerte individual a la colectiva:

"No eras tú, muerte grave, ave de plumas férreas, (…) era algo, un pobre pétalo de cuerda exterminada (…) Era lo que no pudo renacer, un pedazo/ de la pequeña muerte sin paz ni territorio: un hueso, una campana que morían en él."

El creador exclama decepcionado que, en fin de cuentas, toda muerte irrumpe de manera oscura, arrastrando consigo su trayectoria de dolor, de duelo, de tristeza. No hay muerte que no lleve consigo su velo negro de tinieblas y de pena hecho que lo induce al lamento:

"Pero, (…) oh muerte! (…) no vienes,/ sino como un galope de claridad nocturna (…) no era/ posible tu visita sin vestimenta roja:/ sin (…) silencio/ sin altos enterrados patrimonios de lágrimas."

El poeta trata de amar a todos los hombres como entes formando parte de una colectividad, buscando su grandeza, lo sublime, el costado espiritual que esconden:

"No pude amar en cada ser un árbol/ con su pequeño otoño a cuestas (…) quise nadar en las más anchas vidas,/ en las más sueltas desembocaduras".

El dolor – uno de los motivos dominantes del texto – lo descubrimos, por ejemplo, cuando el "yo" lírico quiere hacerse partícipe de las angustias y quebrantos del hermano, acercarse a él para que le confíe sus derrotas pero este anhelo es frustrado pues el hombre le da la espalda, se opone, se niega a la confidencia, le responde con rechazo, construye "muros" que impiden la relación:

"Poco a poco el hombre fue negándome/ y fue cerrando paso y puerta para que no tocaran mis manos (…) su inexistencia herida"

El poeta, comprometido, se siente desfallecer hundido por el dolor irresistible que representa la frialdad y la falta de comunicación que descubre en la sociedad, todo esfuerzo por adentrarse en el dolor del ser, tratando de comprender y unirse a él es vano, hay un abismo insalvable que los separa de los demás, un vacío insostenible que lo angustia y desconcierta. La tensión y la exasperación del que busca sin tregua se pone de manifiesto a través de la sintaxis rápida y agitada que adopta el texto con las repeticiones que se suceden y el uso abundante del polisíndeton que otorga fuerza, dinamismo y vigor a la expresión:

"Entonces fui por calle y calle y río y río/ y ciudad y ciudad y cama y cama/ y atravesó el desierto mi máscara salobre, y en las últimas casas humilladas, sin lámpara, sin fuego,/ sin pan, sin piedra, sin silencio, solo, rodé muriendo de mi propia muerte".

En esta última imagen el poeta, comparado a un guijarro o piedra, siente que se escapa con movimientos rápidos y nos recuerda la manera como, en el pasado, se deslizaron tantos trabajadores desde la alta pendiente en favor de la magna construcción y que les costó la vida a lo que también se aludirá más tarde. Por otro lado, esta idea nos hace pensar en un lugar elevado desde donde se "desprende" la vida al "resbalar", siendo alcanzado, esta vez, por su propio acabamiento, lo que implica un "descenso" u ocaso en otro orden. Es precisamente esta situación de "declinación" que crea la más grande necesidad de subir, lo que justifica y explica completamente el paso que seguirá luego, es decir, el ascenso simbólico a las alturas de Macchu Picchu.

Después de experimentar esta honda decepción el hablante, que "transita" en el canto, se decide a escalar la imponente cima donde tendrá lugar el "magno descubrimiento" y, esto, como buscando "elevarse" o situarse en otro plano para afrontar, de una manera más optimista y saludable, el confrontamiento con la historia, el sentido de la existencia, su evidente inquietud ontológica. El poema lo percibimos, hasta ahora, como la historia de una búsqueda, o sea se trata de ver lo que une o emparienta al hombre del ayer con el actual. La vida como inexistencia impiden que accedamos a la muerte verdadera. Sin embargo, la muerte de los otros, la de los hombres de Macchu Picchu le ofrecen a nuestro poeta la posibilidad de comprender, por un lado, la vida como vínculo y fraternidad indestructible – encontrando finalmente que es el dolor y la iniquidad el factor común que relaciona y liga al hombre en las diferentes épocas de la historia – y por otro lado, entender la muerte en su dimensión social e histórica. Notemos, por otra parte, cómo el autor prefiere el vocablo "alturas" al de "ruinas" para referirse al lugar escogido para esta meditación intensa que se continúa también en el próximo segmento.

Neruda explíca su poema