La epidemia de siniestros viales no para en República Dominicana. Termina 2019 con su potencia renovada y sin ningún signo de inclinación hacia la pendiente del descenso. Cada año, una plaga de conductores sin educación aprovecha la falta de autoridad y provoca unas 3 mil muertes y cerca de cien mil lesionados, la mayoría joven.

Las miradas mediáticas más comunes a este problema de salud pública resultan, sin embargo, un abono para su agravamiento. 

Se concentran en la espumosa espectacularidad de contaderas de muertos, lamentos y reproches, sin contexto, adobados con imágenes monumentalizadas, en primer plano, de cadáveres y heridos desperdigados en el pavimento y en matorrales, gimiendo: ¡No me dejen morir, no me dejen morir! Mientras, otros sacian su morbo haciendo fotografías a granel.

Escenas como esa son recurrentes. No pasa un día sin que algún medio las estrelle en las caras de sus públicos, sin reparar en causas y consecuencias.

La caterva de víctimas por los mal llamados accidentes de tráfico representa un problema de salud pública gigante, y creciendo sin cura a la vista, porque la teoría oficialista batida en los medios de comunicación no da señales de aterrizaje en los puntos críticos, salvo como operativos fugaces en fechas especiales.

EL PRECIO DE MORIRSE

Como punto de partida para sus planes, el estatal Instituto Nacional de Tránsito y Transporte Terrestre (INTRAN) acepta una tasa de 29,3 muertes por cada cien mil habitantes para RD (3,000 muertes por año), establecida en 2015 por el Informe Mundial sobre Seguridad Vial de OMS. 29,3 representaba para la fecha casi el doble de la tasa 15,6 por cien mil registrada en las Américas. https://www.intrant.gob.do/index.php/noticias/articulos-de-la-directora/item/418-consolidacion-y-perfeccionamiento-de-las-estadisticas-sobre-siniestros-viales.

El nuevo informe de la OMS sobre el estado mundial de la seguridad vial, presentado en Ginebra el 7 de diciembre de 2018, trajo una mala noticia. La tendencia alcista sigue con una media anual de millón y medio de fallecimientos en el mundo, 155,000 (11%) en las Américas. Y, ahora, las lesiones causadas por el tránsito son la principal causa de muertes en niños y jóvenes de 5 a 29 años. Ya en 2015, 5 millones resultaron lesionadas, muchas de ellas con discapacidades permanentes, según la Oficina Panamericana de la Salud (OPS).

El bajo nivel de ingreso de las personas potencia la tragedia, ha resaltado la OMS. Así, el riesgo de fallecer es tres veces mayor en los países pobres que en los ricos. Por ejemplo, las tasas son más altas en África (26,6 por 100 000 habitantes) y más bajas en Europa (9,3 por 100 000 habitantes).

“Estas muertes son un precio inaceptable para pagar por movilidad”, ha sentenciado el director general, Tedros Adhanom Ghebreyesus.

“No hay excusa para la inacción. Este es un problema con soluciones probadas. Este informe es un llamado a los gobiernos y socios a tomar medidas mucho mayores”, ha enfatizado con justa razón.

Pero esas soluciones probadas no llegan a las carreteras y avenidas de RD. Huérfanas de vigilancia real, en ellas rige la ley del caos y la muerte. Y no se discrimina entre suicidas y cuerdos. Los conductores cumplidores de las normas, activos constructores de una cultura de paz y respetuosos de la vida, no escapan al alto riesgo de ser arrollados junto a sus acompañantes.

En esos escenarios tétricos, la normalidad son las altas velocidades, pese a que –como dice el pueblo–  “después de 60, Dios se apea”.

Son comunes los rebases temerarios, el uso abusivo del carril izquierdo por vehículos pesados, como patanas, camiones y autobuses de pasajeros de empresas privadas, sin excepción; los cambios inesperados de carriles; el correr a solo dos o tres metros del que va delante, que impide evitar un choque mortal; los retornos improvisados, la falta de señalización, los hoyos en el asfalto, la carencia de iluminación, el uso inadecuado, o no uso, de las direccionales; los autos mal estacionados o corriendo en vía contraria; el conducir embriagado o con “un pase”; las competencias de motociclistas, guagüeros y camioneros…

Allí hay de todo lo malo, incluido el acecho de malandrines que esperan tranquilos la tragedia, o la provocan, y hasta rematan a sobrevivientes en su afán de robar objetos y dinero tintados de sangre.

Y como aliada de lo malo, la indiferencia ante la urgencia de puntos de control permanentes y funcionales, cada diez o veinte kilómetros, en las carreteras troncales, para aminorar la hemorragia. Una acción que no necesita esperar campañas costosas ni un libro-plan de lujo de esos que  mueren en depósitos polvorientos, por falta de sincronía con la realidad, o por el costo político de la ejecución.