Hace unos días tuve la desdicha de enterarme de la muerte de Alicia de los Santos. No es un nombre conocido, pero se trata de una mujer que marcó dos generaciones de dominicanos. Llegó a nuestro país desde el Uruguay hace cuarenta años y, desde entonces, ejerció incansablemente su vocación magisterial.  Alicia es maestra siempre y de forma total.  Desde su punto de vista, no existe tal cosa como un profesor por materias. Su responsabilidad nunca estuvo limitada a cumplir con un programa lectivo o a que aprendiéramos lo dicho por los libros. Aunque suene a clisé, Alicia siempre nos enseñó para la vida, no para los exámenes.

Tuve el privilegio de conocerla hace ya casi tres décadas, cuando fue mi profesora de español en el tercero de primaria. Es una de las personas que más ha influido en mi vida. Puede decirse que, aunque no me alfabetizó, fue quien me enseñó a leer.  Siempre insistía en que la lectura no era simplemente recitar lo escrito, o saber qué decía el texto. Nos hizo entender que la lectura es crítica, o no es. Que lo importante no es memorizar, sino escudriñar el significado de lo leído.

Esa noche, antes de acostarme, abrí un libro que tenía tiempo con ganas de leer. La sentí felicitarme por mantener la costumbre, pero al mismo tiempo criticarme por no profundizarla. No lloré, sonreí

Pero sobre todo, Alicia nos enseñó a ser estrictos, como estricta era ella.  En sus clases te tenías que esforzar, porque así te lo exigía. No permitía que tomáramos el camino corto, detestaba los atajos y la ley del mínimo esfuerzo. Una mirada suya era suficiente para imprimir seriedad a una clase que empezaba a dar muestras de no tener intención de estudiar ese día. A nuestros ocho años su forma parecía excesiva, intimidante incluso. Pero al mismo tiempo sabías que Alicia tenía razón, y que era aún más exigente con ella misma. Nunca faltó, siempre estaba preparada. Con el paso de los años hemos entendido que, además, esa era la forma que tenía de expresar la ternura que sentía por nosotros.

Con respecto a eso yo tuve mejor suerte que mis demás compañeros. En el verano de 1986 partí con mi padre a conocer Europa. Sería un viaje de un mes en el que principalmente conoceríamos Francia y España. En el aeropuerto nos encontramos con Alicia que iba a visitar amigos a Italia. Todos los planes se abandonaron y fuimos los tres de mochileros durante un mes, conociendo ciudades de cuatro países.  Fue impresionante para mí descubrir que la pasión por enseñar de Alicia tenía como fundamento una aún más profunda pasión por el conocimiento. Ella no visitaba países o ciudades, visitaba historias, culturas, gente.

Tengo que reconocer que con el tiempo le perdí el rastro. La última vez que la vi fue caminando por Gascue, hará unos cuatro años. Quedamos en coordinar una visita que no se concretó. Fue por mí. Dicen que los hijos solemos ser pródigos con el amor que debemos corresponder. Creo que es cierto. Pero también es que siempre pensé que estaría allí. Para mí Alicia era imbatible, eterna. Aún ahora es una presencia constante en mi vida. Es una de las voces que escucho cuando siento la tentación de no dar lo mejor de mí.

No fui tampoco a la misa que se celebró en su nombre. Tenía planeado hacerlo, pero no quise intentar ponerme al día con ella estando rodeado de extraños. Eso debía ser entre ella y yo. Y lo fue. Esa noche, antes de acostarme, abrí un libro que tenía tiempo con ganas de leer. La sentí felicitarme por mantener la costumbre, pero al mismo tiempo criticarme por no profundizarla. No lloré, sonreí. Me di cuenta de que es parte de mí, siempre está conmigo. En nombre de todos, gracias del alma Alicia.