No puedo afirmar que en mi adolescencia tuviera mucho concepto de lo que era la homosexualidad. Mi propia sexualidad se sentía bastante definida. Me gustaban los chicos, sin terreno gris en ese aspecto, como bien puede suceder a esa tierna edad. Sin embargo, tendría alrededor de unos diecisiete años cuando comenzó una linda amistad con quien fuera mi primer vínculo al mundo gay, y de las primeras cosas de las que me percaté con mi amigo y su círculo, que poco a poco también fue siendo mío, es que había mucho temor de expresarse abiertamente, y los que se atrevían, estaban expuestos al doloroso rechazo de familiares y amigos. En aquel entorno convergían muchas historias, algunas más o menos tristes, pero ninguna sin obstáculos, interiorizando en mí, desde muy temprano, que aquellas personas a quienes les tenía cariño, enfrentaban retos que yo jamás tuve ni tendría que afrontar.
Recuerdo que a eso de los diez años, tenía un vecino cuyo padre trabajaba en el mundo del espectáculo. Yo justo había comenzado clases de teatro en la escuela que me tenían fascinada, y de vez en cuando, aquel pre-adolescente tenía la paciencia de entablar conversaciones que saciaban mi curiosidad. De hecho, eventualmente fue tramoya en una obrita que monté en la marquesina de mi casa. Pero aún llevándonos bien, un amiguito del barrio me comentó un día que nuestro vecino era “pájaro”, lo cual era para ambos un idioma desconocido. Lo había escuchado decir a su familia religiosa y no entendíamos nada. Pero igual le seguí la corriente en una que otra ocasión en que me decía que nos escondiéramos tras un muro y gritáramos “cuá, cuá” cuando pasara, hasta que nos aburrimos de hacerlo. Cosas de muchachos, sin concepto ni información, pero siempre he imaginado que aquellas bromas pesadas resultaban lastimosas, y si algún día me lo encuentro, me encantaría disculparme por esa niña que sin mezquindad alguna, probablemente lo hirió.
Tal vez esa vergonzosa acción de la niñez me llevó a ser una orgullosa aliada desde la adolescencia. El tema del rechazo y discriminación contra la comunidad LGBTQ+ me ha dolido desde muy joven, en parte porque también recuerdo la tristeza de amigos cuyos padres les castigaban o habían echado de su casa a temprana edad.
Me pregunto qué tipo de sociedad reflejamos ser cuando juzgamos a alguien por su inclinación sexual. Y ya que el referente es usualmente la Biblia, ¿en qué momento o lugar lo condenó Jesucristo, que por el contrario, mayormente habló de amor al prójimo? Solo en antiguos testamentos que también condenan a las mujeres, y posicionan al hombre en lugares de privilegio, se encuentran tales juicios y prejuicios.
Igual de mal me caían las declaraciones ignorantes asociadas con falta de virilidad de que acusaban unos panas del barrio a un amigo en común cuando su novia -una compañera de la universidad- eventualmente se declaró gay. Durante un buen tiempo fue blanco de burlas desagradables, afirmando que su novia se había hecho lesbiana porque él no había servido en la cama. En público, aquel chico de diecinueve años se reía de sí mismo junto a ellos, con aquellos chistes estúpidos y violentos, pero en privado, se creía cada palabra. Sin muchas herramientas de psicología con que ayudarle, mi respuesta era algo así como: “Está bien que la quieras. Ella también te quiere, aunque ya no sea del mismo modo”, pero no valía de nada, él en esencia, se sentía “poco hombre”.
Afortunadamente, los tiempos han cambiado un poco y la definición de sexualidad se debate de manera más abierta, y en algunos ambientes, declararse gay es ligeramente más sencillo, aunque sigue siendo una especie de dilema existencial. Y es que esta es la fecha en que la gente continúa usando términos despectivos, como “pájaro”, para referirse a una persona homosexual.
Recientemente escuché a alguien decirlo y se me erizó la piel. Usualmente hago el esfuerzo de corregir al individuo en cuestión, exclamando un breve “gay”. “Maricón” es otro vocablo a menudo utilizado como insulto en el argot dominicano, algo contradictorio, ya que bien sabemos que en nuestra patria querida, la conducta del macho heterosexual es el verdadero problema. Se podría disputar que las palabras solo tienen el peso que le damos, pero mientras vivamos en una sociedad machista y homofóbica, no hay tregua alguna. Hay términos únicamente aceptables cuando se saca el veneno de su origen, y la usa de manera amorosa o jocosa la comunidad afectada, aplicando el poder inverso, como hacen los negros norteamericanos con la jerga asociada a su tono de piel con que se refería -y refiere aún- de manera peyorativa mucha gente blanca hacia ellos. En fin, que el lenguaje es complejo, y es válido y muy cierto, que un concepto cambia de forma y significado según el tono y la intención con que se emplee.
Aquí en nuestra isla, en pleno siglo 21, todavía cargamos mucha ignorancia asociada a la sexualidad de las personas. ¿Qué tal y acordamos que la decisión de amar y ser amado por una pareja se mantenga como algo personal? ¿Qué tal y se le dé más importancia al corazón de una persona que a su sexualidad? ¿Qué tal y hacemos el esfuerzo de escuchar la historia de una persona gay, trans, bisexual, y conectamos con su humanidad? ¿Qué tal nos dejamos de prejuicios pendejos y nos vemos a nosotros mismos en el espejo? ¿Qué tal trabajamos en nuestra espiritualidad, cuestionamos miedos infundados y dejamos que cada quien ame a quien le de la gana? ¿Qué tal y nos hacemos orgullosos aliados de la comunidad?