–Quiero un chicle Nina, una bolsa de pipas Facundo, un chupachups de fresa, un regaliz negro y dos rojos. No tres, tres rojos –solía decir yo mientras mi dedo índice señalaba dubitativo entre una a otra exquisitez: esta sí, esta no– Tolo ¿cuánto cuestan esos caramelos? No sé si me llega… Hoy solo tengo tres pesetas. ¿Me puedes fiar? Te pago mañana.

Así era cada una de las visitas al puesto de golosinas de Antolín López –Tolo para sus amigos que éramos todos– una aventura financiera, un hacer equilibrios con la paga del domingo que debías alargar durante toda la semana y una fuente inagotable de placer e indecisión. Plantarte cómo un pino delante de aquel puesto ambulante que ofrecía todo tipo de chucherías suponía una maravillosa tentación. No era nada fácil decidir. Los niños no nos apresurábamos en aquellos años en la elección de nuestros dulces favoritos, aquella era una tarea muy seria que hacía fila detrás. Todo en esos instantes de duda era un hacerse agua el paladar ante el hecho de mirar aquellas delicatesen perfectamente ordenadas por sabores y colores en sus respectivos cajoncitos de madera. Éstos habían sido dispuestos, con pericia y por hábiles manos, para que encajaran en un tentador puzle que ofreciera no sólo brillo a nuestros ojos sino aquel irresistible sabor que anticipaban tus papilas gustativas con solo dejar resbalar un ojito por encima. Bastaba, doy fe, con poner una pizca de atención en todo aquello para que nuestras bocas se volvieran puro algodón de azúcar.

Tolo había nacido en el 1915 y a muy corta edad, él y su hermano Fermín comenzaron a elaborar de forma artesanal los primeros barquillos, obleas, pirulís y bastoncillos de caramelo que ofrecían día tras día por las calles. Más tarde llegó la producción de helados que incluso venderían fuera de la capital, alcanzando algunos pueblos de la provincia; cuando de ampliar el radio de venta se trataba ambos eran osados y no se marcaban límites. Tras la muerte de su hermano Tolo siguió regentando, a cualquier hora y en toda estación del año, el puesto de dulces más emblemático de esta ciudad. Había otras golmajerías con sabor y de larga tradición en ella, pero él lograría, contra todo pronóstico en un negocio tan modesto como el suyo, mantener intacto durante décadas un puesto de honor en el corazón de cientos y cientos de niños. Todos le adorábamos.

Era un hombre de corta estatura y su imagen irá para siempre unida a aquella boina con la que cubría su cabeza y a un eterno guardapolvos. Su paciencia y su generosidad eran infinitas. Tolo era en esencia un hombre bueno, con esa bondad sólida que hace raíz y que cala dentro, tan difícil de encontrar. Era tranquilo, amable, solícito sin ser servil y tan confiable y dulce como todas aquellas delicias que vendía y que trasladaba empujando aquel carrito –que iría creciendo con los años– de un lado a otro de la ciudad. Jamás le vi enfadado ni le escuché una palabra más alta que la otra. Dicen, los que le conocían de antaño, que comenzó a trabajar a los doce años y que se mantuvo recorriendo las calles más de cincuenta. Hay personas que llegan a fundirse hasta formar parte del paisaje que viven en perfecta simbiosis y así le ocurría a él. Tolo llegó a ser nuestro, de todos los que tuvimos la suerte de ser niños mientras se mantuvo en activo. Siempre estuve convencida – sin albergar la menor duda- de que sin él nos hubiera faltado un pedazo importante de existencia. Su presencia era diaria en nuestras vidas, casi un miembro más de la familia por lo cotidiano de su figura. Cada domingo ocupaba su esquina de siempre en el Espolón, cita obligada de paseo en la capital y era testigo del constante ir y venir de la gente. Cada día, en un acto de sorprendente e inexplicable ubicuidad, se encontraba a la hora de recreo o a la salida de las clases en la puerta de tu instituto y de algunos otros del centro de Logroño. Cada mañana te sonreía, te saludaba comedido y tú le devolvías el gesto con cariño, por qué era uno de esos raros seres que inspiran el afecto con los pequeños detalles, esos que llegan para quedarse. Toda ciudad se define a sí misma no solo por sus grandes hazañas sino por el tamaño de los héroes sencillos que elige recordar.