Una película que nos dice, con una parquedad de términos sencillamente sobrecogedora, que la muerte es un fenómeno harto conocido y que, aun así, es una extraña para nosotros.

Encontré Algunas horas después de la primavera en mi librero. No sé quién la dejó entre todas mis películas. Ni siquiera la recuerdo como una adquisición memorable, mucho menos decir quién me la dio. La película es de XXXX pero vale más que un artículo.

No conozco al director, Stepháne Brizé, a quien de hoy en adelante me unirá un apetito por la desgracia.

Tampoco a los actores, exceptuando a Emmanuelle Seigner, a quien he visto en numerosas cintas y conozco como la esposa de Roman Polanski. 

Conozco al actor principal, Vincent Lindon. Nada más.

Y ahí lo dejamos… porque yo cada vez tiendo menos a ver lo último en cine. Me aburro fácilmente y, sí, siento que si no lo he visto todo, puedo imaginarlo.

Ver lo último del cine es un prospecto que siempre me ha traído grandes sospechas, inclusive en mis primeros pininos en la crítica de cine, no por la primera razón que aduje, sino porque siempre he tenido una inclinación muy selectiva. De hecho, puedo decir que siempre me he sentido inclinado a no perder mi tiempo, ni el de otros. Ergo la actitud…

Puedo decir, con toda mi ignorancia, que Algunos días después de primavera, es una película memorable por muchas razones. La primera, y más importante, porque como todas las películas buenas es una que lleva a la reflexión sobre un tema que todos conocemos, y que todos damos por sentado: la muerte. Y en segundo lugar porque es una película que, como la vida, parece ser improvisada cuando en realidad es una suerte de causa y efecto sin parangón… y la película lo demuestra en su ejecución.

Como cine, tiene la frialdad de términos del cine francés. Esto se traduce en la parquedad de términos fílmicos que tiene muchas grandes obras del cine, y en particular del cine francés: de planos abiertos, básicamente. Es esa concentración en los planos de mayor profundidad psicológica la que nos da el sentido de la interpretación en esta película. En la medida en que la película da sus primeros pasos, sentimos un ritmo vacilante en la definición de la historia. Pensamos, con toda la razón, que la película será sobre el hijo, un ex-convicto que acaba de cumplir una condena por un delito que, en cine, no se sostiene: tráfico de drogas de un país a otro en la ruta camionera.

En la medida en que la película avanza lo vemos (al actor principal) llevar a cabo su vida. Lo vemos, inclusive, tomar una amante (la nada despreciable Emmanuelle Seigner). Lo vemos jugar bolos y conversar sobre nimiedades con amigos. Lo vemos (sin duda alguna mis escenas favoritas) reciclando basura en una planta.

Mientras esto sucede, la madre es una presencia: las implicaciones para esta historia son las de una bisagra. Ella abre situaciones con sus planteamientos, nada más, nada menos.

Y en estas discurre la historia de Algunas horas después de primavera, hasta que eventualmente la torta se vira. Y nos damos cuenta de todo… ¡que ha sido fríamente calculado!  Como sabemos, es que los tiempos en el cine francés no transcurren igual que en el americano. Es que no lo percibimos igual porque los gringos no hace cine como este, en ese tono. Es cuestión de formas, de estilos. Así, la madre pasa de estar en un segundo plano durante lo que va de película (o bien, de estar brindado apoyo al actor principal durante ese trayecto) para ahora cobrar una dimensión, en principio apreciable, luego espectacular: toda la humanidad contenida en sus hábitos, sus quereres, sus ausencias. La madre es un animal de costumbres, como todos nosotros… pero es el director el que dirige nuestra mirada hacia estas, mostrándonos el peso de esas costumbres sobre ella: cómo toma el café y lo vierte en el interior de la cafetera automática. Cómo ingiere sus alimentos, de manera organizada y limpia. Cómo pela manzanas para hacer compota. Cómo plancha y atiende la casa, pulcramente.

La madre es “lo seguro” para bien o para mal.

Como toda madre…

La disquisición estilística de esta película funciona en muchos planos. En teoría esto está bien, pero no deja de ser peligroso. El director Stephane Brizé, se decanta por las ideas bien delimitadas, en principio. No hay imprecisiones en su historia, y eso se nota. La película parece dividirse en tres partes: la del hijo que regresa de la cárcel, la del hijo que intenta rehacer su vida, y la de la madre. De ahí en adelante, los cruces que tiene que darse necesariamente para que la historia avance, pero no más de ahí. Yo, de mi parte, la hubiera, ¿cómo decirlo?, mezclado de otra manera. La hubiera, por así decirlo, complicado. Se me ocurre que esta veleidosa forma de contar una película solo le queda bien al director, y que gran parte, si no todas, de sus otras películas tienen un discurrir similar.

Es en la tercera donde está toda concluyen todos los ditirambos existenciales de la película. Si Algunas horas después de primavera fuera norteamericana, cabría decir que es en la tercera parte de la película donde sabemos por qué la madre se pasa las dos primeras partes pidiendo ayuda, gritando por su vida. En esta película, que gracias a los dioses es francesa, no sucede.  Lo que sí sucede es una construcción quirúrgica del personaje de la madre gracias a las particularidades del hijo.

El comienzo de la cinta se verifica cuando este sale de la cárcel: el inventario de los artículos de un preso. “Evrard, queda en libertad”, dice un guardia al que no vemos. Enseguida, pasan los detalles: 875 euros, y naturalmente, “su ticket de liberación”. ¿Se puede pedir más para definir a un personaje? ¿Cómo no pensar en que la historia que vamos a ver no es sobre este hombre que estuvo preso? Lo es, ciertamente; pero es también una película sobre gente que ha estado en la cárcel, como sobre gente que ha estado en la cárcel de su propia hechura. La madre es una de esas personas, y como sucede en la película hay gente que no sabe manejar la libertad. Hay gente que está hecha para dimensionar la libertad de otros.

La liberación de la madre se da cuando esta muere. Sí, muere… lo diré porque en realidad esto no tiene consecuencias para el disfrute de esta película y lo que es más, para la identificación, sí, identificación con el discurso del filme.

Veamos:

El hijo se da cuenta de que la madre ha firmado un acuerdo de muerte asistida, al revisar una gaveta del comedor. La madre se da cuenta de que el hijo se ha dado cuenta, y le pregunta. “Estaba buscando unas pastillas” para no sé qué cosa allí. Así, se topó con los papeles. La madre se queda en silencio, como casi con todas las cosas, como con todo lo que la violenta, excepto por supuesto en un caso particular: el padre.

El padre es una figura ausente que es traída por los pelos en los momentos de conflicto entre madre e hijo. El contexto de estos conflictos es invariablemente un problema donde se necesita la luz del pasado, una luz que los enceguece a ambos. Cuando el problema es grave la madre le dice que él es como su padre, y habla de la violencia de él al dirigirse a ella. El, el cambio, habla de que está harto de las circunstancias: de ser un ex-convicto, de no conseguir empleo. Ella es su mal proyectado hacia su presente. En cambio él es la personificación de los problemas de ella que, por ella misma, no puede resolver.

Un círculo vicioso.

Por encima de ese círculo, impotente, el amor.

Así, ella se encamina a la muerte: acompañadamente sola.