I
Un descenso en la escala de Benuá
Hasta ahora mis colaboraciones han girado en torno a la literatura y la política especialmente, pero ahora, al alejarnos de esos temas, incurrimos quizás en el llamado descenso en la conversación, que allá en mi Pimentel, en tiempos en los que íbamos a los bares a comentar libros y a leer nuestros trabajos literarios, cuando estábamos más sumergidos, sobre todo en los días del Boom Latinoamericano, comentando La Casa Verde de Mario Vargas Llosa o El Castillo de Franz Kafka, por citar dos libros que aunque eran de diversas épocas, los muchachos los leían entonces, y si alguno se distraía mirando a la calle y veía alguna buena hembra y quisiera contar alguna anécdota o simplemente señalarla para que desviáramos la mirada, Benigno Taveras Castro, El Benuá, llamaba a la concentración del tema diciendo: “Está descendiendo la conversación”, de ahí, que todo bajón temático sea llamado así. En mi novela la Luisa lo señalo. Este artículo es un típico descenso en la escala del Benuá
Hoy vamos a hablar de cosas que pasan o por los menos las que nos pasan a algunos ciudadanos en estas metrópolis donde cada vez los campesinos-pueblerinos, por no decir nosotros los de “interior” vamos llegando a amar y reverenciar la soledad, la verdadera, la de vivir con algún animal (conmigo convive una gata) y la de apenas saludar a los vecinos o la de ignorar sus nombres, sencillamente porque yo soy de la número tanto y el de la qué sé yo, aunque como es vicio en mí, hablaremos de escritores, también, aunque tangencialmente.
II
Los hombres haciendo mandados
La vida moderna a pesar de nuestro descarado machismo, ha obligado a veces, que algunos como nosotros, seamos desde el principio de nuestro matrimonio, los que tomamos muy en serio hacer los mandados: Sabíamos de las compras diarias, luego las semanales y mensuales (mientras algunos muy machos y muy tradicionales se burlaban de nosotros, no nos importó porque era para alimentar a mi familia, además de satisfacer mis gustos culinarios).
No solo eso, sino que le cogimos gusto. Lo que más nos desconcierta en un almacén o un supermercado es no saber dónde están las cosas. Los administradores, aunque están conscientes de que ser marchante es saber eso, suelen trastornarnos cambiando secciones. Sé de asiduos que se han mudado a otro negocio. ¡Es tan bueno ir en su carrito sabiendo dónde están las cosas!. Lo que pasa es que cuando nos las mueven nos frustran. Los asiduos a diversos súpers adquirimos el vicio y a veces entramos solo para inspeccionar si hay mercancías nuevas o si trajeron las que se habían acabado. Nos convertimos en especialistas y le llegamos a tener hasta cierto amor a algunos negocios.
Comenzamos como siempre, de a poquito en un país donde no había estos establecimientos. Poco a poco, de los mercadillos del pueblo y los almacenes y colmados fuimos ascendiendo de categoría, hecho que sucede de forma natural a medida que nuestras entradas son más productivas. Yo recuerdo cuando era estudiante que hubo el supermarket de Wimpy, aunque ahí nunca nos atrevimos a entrar. Pensábamos que eso era para los ricos y pasaríamos vergüenza. Para mí, aquel que instalaron en la Máximo Gómez donde ahora está El Nacional, y El Asturias en la 27 de Febrero y El Coloso en la Lope de Vega donde está un Pola actualmente, son las más lejanas referencias. Antes íbamos a los almacenes de españoles, con cierto señorío como La Casa Velásquez, o la que estaba en la avenida Mella adosada al Mercado Central que no sé si era Almacenes Nacional, sin contar los numerosos sitios aledaños y a los mercaditos como el de la calle Restauración donde ahora hay un parquecito frente a las ruinas.
Hasta no hace demasiado tiempo, había que viajar fuera del país, especialmente a Puerto Rico y New York para conseguir algunas cosas que hoy se encuentran hasta en un colmadito de barrio, por ejemplo, las pequeñas baterías para radios portátiles o un papel sanitario de calidad. Cuando inauguraron el citado de la Màximo Gómez, mi amigo Nelson Bruno me dijo: “Ya no tenemos nada que envidiarle a Puerto Rico”. ¿Y ahora, Nelson, antes y después de María?, ¿tenemos algo que envidiar?
Este año de gracias del Señor del 2017 post crucifixión, nos encuentra curtidos en las labores domésticas y un poco perdidos en la gran cantidad de ofertas y oportunidades.
No tener una mujer ni una familia en la casa se imagina uno como la bendición mayor que pueda tener un escritor viejo, que lo único que espera es poder corregir y editar un montón de libros, concluir viejos proyectos o esperar la llegada de improviso de la musa ya sin fuerzas, medio turulata, negada al verso. Es cierto. Es una maravilla no tener distracciones, pero ¿quién nos quita la nostalgia de no tener aquel tormento, que ahora se nos antoja dulce y cuasi mágico de ver crecer una familia, de alguien que nos mantuviera limpio y ordenado todo alrededor y más que nada: caliente y a su hora los manjares?
De pronto y para espanto de mis hijas y mis amigos, me niego a que venga alguien a barrer, suapear, quitar polvo, ordenar mis cosas, y poco o mal, debo hacerlo y lavar y planchar y cocinar. Eso no fuera lo peor sino tener la horrible sensación de que uno pueda amanecer tieso y vengan a saberlo a los varios días cuando ni siquiera puedan llevar el cadáver a incinerarlo como ha sido mi deseo.
Por suerte mis hijas me rescatan a veces, me llevan a restaurantes donde ni de paso había ido, a saborear manjares, o a los supermercados. Ellas para mi suerte, se prepararon bien y trabajan, por eso pueden hacerlo. El resto del tiempo confiado en mi mala memoria y sin lista de compras me aventuro hacia los súpers o llamo al colmado cercano si necesito algo. Pero la farmacia, la comida mía y de la gata absorben tiempo y esfuerzos y ese no es todo el asunto, están mis antojos de solitario y los encuentros con viejos amigos.
Curiosamente, encontré un día, muy apresurado y con una lista que le habían dado en su casa, a Tony Raful, perdido en medio de los pasillos, y con uno de los muchachos que empacan las compras de cicerone ayudándolo porque él no sabía donde estaba ninguna cosa. Recientemente y para sorpresa mayúscula el encuentro fue con Federico Henríquez Gratereaux, que ya recuperado de su reciente enfermedad, según me cuenta, piensa volver a escribir. Como un caballero de ciudad, se excusó diciendo: Josefita no podía venir y aquí ando. Ambos, sin duda alguna, estaban haaciendo los mandados y Federico sin cicerone, porque a veces acompañaba a su esposa y curioso al fin, sabía dónde estaban las cosas, pero me di cuenta que tomaba sin mucho miramiento de la lista lo que aparecía frente a él. A doña Josefita la había encontrado antes, y me di cuenta que era experta escogiendo, y comparados conmigo y con ella esos escritores eran unos amateurs. Yo, por de pronto voy y reviso, dejo y vuelvo a ver y revisar antes de llevarme los vegetales y hasta los panes integrales y hago como a veces mi comadre Luz, la viuda de Freddy Gatón que olía hasta las latas de conservas, mientras él medio se burlaba, pero ahora con lo de la leptopirosis me doy cuenta de que tenía razón: Las miro también y las huelo.
De ese modo uno aprende muchas mañas. Como cuando hay muchas gentes en la zona de encurtidos y quesos, que tomamos un tiquet y nos vamos a seguir comprando, sabiendo que cuando termines en las góndolas que nos toquen, todavía no estará nuestro número en la pizarrita luminosa.
Pero el asunto no es ese solo. Los Supermercados tienen regularmente uno o varios bancos comerciales, dependiendo si están en una plaza o en un sitio amplio de ellos y hay pequeñas sucursales de ciertas empresas de servicios. De modo que podemos hacer una vida y varios mandados.
III
La vida capitaleña en el nuevo siglo
En cuanto a sitios de diversión, recuerdo que aquella agregada de la Embajada Española nos acusó no hace tanto tiempo, a fines del siglo pasado, de no ser una ciudad por la falta de diversidad de restaurantes. Que venga ahora, aunque quizás falten algunos, ya que el mundo es muy grande, encontrará donde escoger como en cualquier metrópolis que se respete.
En materia de diversiones, estábamos condenados a la calle El Conde. No solo a lo que había, sino a las añoranzas de las que hubo. Siempre oí hablar del mítico Gato Negro. A la terraza del Hollywood la llegué a ver, y asimismo El Ariete y El Moroco. Fui asiduo de El Mario y del Moroquito. Recuerdo El Jaialai, y los que estaban en los alrededores del parque Independencia, El Acordeón, culminando con Men El Chino,
Naturalmente, cuando venía semanalmente a mis asuntos profesionales, y a desintoxicarme de pueblo al sentir el sabor de la ciudad, me hospedaba en el Victoria o en El Comercial, en este último era obligatorio ir a comer lo que ofrecía Juan Chea, cuyo menú principal, sin embargo no era la sopa tártara que gustaba a Luis Alfredo Torres o los vinos a diez pesos la botella, era el selecto grupo de intelectuales, artistas y escritores que concurría. Luego, una parada en Helados Imperiales o en La Bombonera, y claro, en La Cafetera, que es lo único que queda en pie. Los tragos cortos y largos en El Panamericano y El Roxy donde era obligatorio conversar con poetas y artistas. Un día encontré a un muchacho de mi pueblo que se daba el gusto, siendo apenas mensajero de una oficina, tomando lentamente una cerveza en el Roxy, que me dijo: “Hay que dejarse de pendejadas, poder sentarse aquí a ver mujeres pasando vale más de cien pesos”.
Estaban las grandes tiendas y el reguerete de farmacias que fueron despareciendo. Hoy no quedan de esos tiempos y hasta las grandes ferreterías desaparecieron.
Deambulo por la Zona Colonial, pero casi nunca topo con alguien interesante con quien hablar o a quien brindarle una copa de vino para charlar sobre literatura. Es más, no encuentro a nadie que no sean algunos limosneros y viejos bohemios que me llame por mi nombre. Antes conocía a casi todos los que encontraba y estos me llamaban por mi nombre, a veces completo, como si fuera un verso (realmente es uno clásico, el que Juan Bosch decía que era el típico del habla del dominicano: Tiene 8 sílabas, el ritmo del merengue y la décima).
III
La mágica ciudad de los tragos y la comida
No en todos los supermercados aunque tengan espacios para comer, puede uno beber unas copas de vino. Pero los hay, unos que cobran el descorche y uno nuevo relativamente, el Súper Fresh donde pagas la botella al precio de la tramería y te dan copas y puedes pasarte el rato conversando y comiendo, si apeteces. No sé, cómo, frente al éxito de este, los otros no han cambiado, en un país donde somos tan monos.
Hay muchas ofertas de chinos, de comida rápida, llamada justamente a veces, chatarra; de antiguos y nuevos lugares. Las casas importadoras tienen elegantes lugares para probar sus productos y “picar”. Esas grandes plazas de las avenidas Winston Churchill, Kennedy y San Martín (héroes y personajes no dominicanos), se han convertido en los verdaderos lugares de diversión capitalina. Hay uno nuevo en un sector popular que ha permitido que los lugareños encuentren donde pasear y disfrutar, no solo comprando en las diversas tiendas y negocios, sino disfrutando de bebidas y comidas a precios asequibles.
A falta de parques donde pasar el rato por temor a los delincuentes, estos y otros sitios en la ciudad se han convertido en los lugares públicos más concurridos.
En especial los de la avenida Kennedy suelen llenarse de unas gentes que antes no iban a ningún sitio céntrico. Me place ver obreros y trabajadores con sus familias, limpios, aseados y felices, compartiendo con otros de igual a igual.
Esa democracia asumida por el pueblo, no inventada por la propaganda, ha permitido que en medio de la incertidumbre por la delincuencia omnipresente en sus barriadas, hayan encontrado un escape protegido y decente donde se sienten como en cualquier lugar del extranjero. Poco a poco, he visto hasta haitianos pobres con sus familias disfrutando a la par. Regularmente, de los diversos grupos de inmigrantes, estos eran los más reacios a ir a sitios públicos, pero poco a poco, sea que su nivel de vida ha mejorado, acuden, no en masa todavía, pero sí con cierta asiduidad.
A veces hago un recorrido por estas plazas sin ir a comprar sino solo a ver, a tomarle el pulso al país. Los sábados hay mercaditos de productos orgánicos en algunas plazas.
Realmente este es otro país. Los que hemos vivido hasta esta cuarta edad y la hemos disfrutado y padecido, no hemos tenido sino que adaptarnos, ya que como dice el pueblo: “No hay de otra”.
Aunque solo he mencionado el nombre de un supermercado actual; lo hice por ese hecho que atrae y mantiene una clientela nueva y elegante. Sin olvidar que los importadores de vinos tienen agradables sitios donde degustarlos y hay otros no muy sofisticados ni muy caros donde se puede pasar un buen momento y hablamos del Piantini y el Naco, especialmente.
Y hay una modalidad nueva: Muchas casas de familia en sitios de gente bien, tienen excelentes restaurantes. Incluso hay uno donde la hija de los dueños, aún una niña formándose, ha tenido fantasías culinarias y muchas de las mejores cosas que allí se comen han sido ideas suyas. Ojalá persista en esta vocación y tengamos la próxima chef que nos lleve tan alto como un Óscar de la Renta, el dominicano más conocido en el mundo. Solo diré que está en el Reparto Arboleda de Naco.
En Gascue también. Hay un sitio familiar, atendido por los dueños, donde comimos un cerdo horneado y unos pollos que nada tienen que envidiar. Solo diré que fue en la calle Santiago.
En fin, cuando viajo a otros países, especialmente a algunos Estados americanos, les voy a decir una cosa: Añoro mi país y sus gentes. Añoro, sobre todo, mis queridos supermercados y esos rincones bohemios donde he pasado los mejores momentos de mi vida.
Por algo, no por nada, somos ahora mismo el país que tiene más inmigrantes, no solo de vecinos… a pesar de los pesares.