La República Dominicana es quizás el país con más diagnósticos sobre los males que le aquejan y más recomendaciones para resolverlos. Abundan estadísticas de los organismos nacionales e internacionales y de especialistas o expertos de todos los colores, que dependiendo del lugar y la visión con que usted las estudie, podrá concluir que somos un país en vías de alcanzar el paraíso o el infierno. En efecto, si se contrastan las estadísticas y estos estudios con algunas realidades cotidianas de este país, la idea inmediata que nos asalta es que estamos ante dos Repúblicas Dominicanas diferentes.
El publicitado “milagro económico dominicano” desde esta perspectiva también pudiera verse como una tragedia o una comedia, o ambas cosas al mismo tiempo, una tragicomedia.
Iniciando por las estadísticas que nos muestran que somos el país latinoamericano de mayor crecimiento de las últimas décadas y finalizando con las encuestas que nos sitúan como uno de los países más felices del mundo, usted desde un cómodo diván, sin psicoanalista incluido, o desde su cómoda mansión en Punta Cana o Los Cacicazgos, podría soñar e incluso palpar este paraíso. Pero resulta que si usted se arma de valentía o se vuelve loco y se adentra en la cotidianidad de los barrios dominicanos, sentirá y comprobará que está en pleno infierno, sobre todo si lo hace en verano cuando el sol caribeño quema.
Como se dice popularmente, el papel lo aguanta todo, pero más allá del papel, la verdad es que este crecimiento es real. Lo triste es que en este país muy pocos se enteran de este fenómeno
La economía dominicana ha tenido un impresionante crecimiento sobre el promedio anual de un 5% en los últimos 40 años. Lo bastante alto y sostenible como para que pudiera habernos acercado a ese paraíso añorado con 10 millones de dominicanos incluidos y de paso, dejarle caer algo a nuestros vecinos.
Los datos milagrosos de nuestra economía nos siguen dejando perplejos, asombrados, atónitos, sobre todo a los que tenemos el privilegio de leerlos y hasta de vivirlos con cierto estado de culpa.
Para el cierre de este año 2016, el Banco Central ha vuelto a informar que nuestra economía ha crecido a razón de 6.6%, acompañada de una inflación de tan solo un 1.7% y una estabilidad relativa de la tasa de cambio. Solo Panamá 5.2%, Nicaragua 4.5% y Costa Rica 4.2%, tuvieron un crecimiento cercano al nuestro. Visto esto, Dominicana parecería el paraíso al que todos los países aspiran, pero algo anda mal, pues este crecimiento no ha sido suficiente para impulsar la productividad del país, impactar el mercado laboral y crear nuevos empleos de calidad, y de esta forma generar movilidad social y sacar gente de la pobreza.
El mercado laboral sigue estancado. Según la Encuesta Nacional de Trabajo de noviembre del 2016, 7.4% es la tasa oficial de desempleo. Sin embargo, los indicadores no oficiales, muestran que la tasa de desempleo ha registrado mínimos descensos. Esta ha tenido en las últimas décadas una variación pro cíclica de entre un 14% y un 16%.
Cada año ingresan más de cien mil jóvenes a la edad de trabajar, y no encuentran colocación en el mercado laboral. Cerca de 700 mil jóvenes de nuestro país son catalogados como ninis, es decir que ni estudian ni trabajan.
El índice de Gini, indicador utilizado para medir las desigualdades en los países, no sufre variaciones, esto nos indica que tenemos una relación muy asimétrica entre crecimiento y desarrollo.
El estudio del Banco Mundial titulado “Cuando la prosperidad no es compartida” del 2014, muestra un panorama aterrador en términos de movilidad social para nuestro país. Según este estudio en las últimas dos décadas la movilidad social en Latinoamérica ha sido de un 42%, mientras que en nuestro país solo un 2% de los dominicanos y las dominicanas han escalado un peldaño superior en términos de desarrollo humano y social.
A pesar de este “milagro económico” en la República Dominicana siguen muriendo cientos de niños y niñas en nuestros hospitales por simples enfermedades tratables y prevenibles. Las lluvias tropicales que nos visitan cada año y que deberían ser una bendición, son maldecidas por una gran parte de nuestra población, que se ve afectada no solo por las inundaciones, sino también por enfermedades prevenibles como el dengue y la chikungunya, que se propagan después de cada lluvia.
A todos esto parecería que el país ha estado dirigido por un liderazgo político que sufre de amnesia, o incluso hasta de alzhéimer pues solo son capaces de recordarse de ese otro país, cada cuatro años cuando van a intercambiar dádivas por votos.