La reflexión del psicólogo Manos Tsakiris sobre la posibilidad de “que la gente podría no saber lo que quiere, porque quizás no sepa lo que siente”, lo lleva al concepto de “alexitimia”, un término que remite a la incapacidad para identificar con claridad las propias emociones.
En un estado de alexitimia, una persona se encuentra más vulnerable fisiológica y psicológicamente para construir los significados de sus experiencias influido por el ecosistema al que se encuentra expuesto. Siguiendo esta perspectiva, si dicha persona siente decepción por la derrota de su candidato electoral, puede interpretar la misma como indignación o ira contra un “fraude generalizado” provocado por el partido ganador, si semejante mensaje es atizado a través de las redes sociales.
Pero del mismo modo en que el entorno puede contribuir a desregular al individuo contribuyendo a su confusión emocional, puede ayudar a regularlo y a contribuir con el proceso de inteligibilidad de sus propias experiencias. La regulación emocional generada por el bienestar, el cuidado mutuo y la resolución de situaciones problemáticas es mucho más viable mediante el ejercicio de un proyecto común que mediante el autoislamiento.
En este sentido, Tsakiris reinvindica el papel del compromiso politico y del diálogo público para el proceso de esclarecimiento sobre nuestras propias emociones.
Desde mi perspectiva, este ejercicio no debe consistir en la discusión crítica propia de los debates científicos como ha sido entendido desde cierta tradición epistemológico-social. No se trata de un proceso de contrastación de conjeturas. Se trata de un proceso de interacción y educación emocional que debe trabajarse desde muy temprana edad.
De ahí, la importancia que tiene una educación humanística centrada en las artes para canalizar las emociones, en vez de intentar someterlas racionalmente como ha sido una mirada clásica en la historia de la filosofía occidental.