Ya no es solo ese lenguaje cantinflesco evasivo aderezado de pequeñas mentiras propias del oficio, sino que, de un tiempo acá, el embuste descarado y sin retoques ocupa gran parte de la oratoria política. Sin pestañear, descargan falacias sobre la ciudadanía como si no supiéramos separar lo falso de lo verdadero. Es un fenómeno generalizado, directamente proporcional al atraso del votante y al narcisismo del gobernante de turno.
Basta recordar que el actual presidente norteamericano lleva escritas y verbalizadas más de tres mil mentiras, y que los líderes nuestros se destapan con falsedades de cuentistas baratos cada vez que se dirigen a la nación.
La escalada de la mentira parece indetenible y cotidiana en las democracias occidentales. Deberían hacerse un mayor esfuerzo en la sociedad – al menos por esa parte que piensa independientemente – por denunciar la mendacidad.
Uno de mis columnistas preferidos, Antonio Lucas, del periódico español “El mundo”, deleita con una prosa elegante, lógica, objetiva, y adornada de humor. El pasado viernes escribió sobre la mentira política, y creo que todo aquel que guste de lecturas reflexivas tendría que leerlo. Por eso, invité ese artículo a esta columna; y para estar alertas de esa rutina de meternos gato por liebre (nunca mejor dicho lo de “gato”) en la retórica política.
Más mentiras
Antonio Lucas
La entrevista a la compañera Mamen Mendizábal (periodista y presentadora española) en El Hormiguero dejó un rastro de cosas bien dichas. De entre todas, una precisa o imprecisa, pero segura: «El 60% de la comunicación política en este momento está basada en una mentira». Estoy con Mamen en la sospecha, pero no en el número porque no lo sé. Puede ser algo más y dudo que sea menos. Aunque lo inflamable de esa lanzada es la palabra mentira. La mucha mentira que aceptamos. No sólo los periodistas como especie, sino los humanos que hacemos país. La mentira política es una mala verdad sostenida más allá de las preguntas. La batalla de unos contra otros. Una posibilidad emancipada de la realidad que da rollo a las encuestas.
Lo grave no es saber que en política se miente (así sucede en todos los casinos turbios). Lo desalentador es cómo lo aceptamos, lo asumimos y no le echamos cuenta a cada golpe. En la triunfal calamidad de la berrea de precampaña (en campaña iremos a peor, como dios manda) cualquier ciudadano atento someterá su cuerpo a un asalto de falsedades. Y de esa impregnación quedarán ideas con el cuello sucio que nos valdrán como camisa. Sólo hay que convencerse, que es gratis. Montaigne decía que mentir es un vicio terrible. Y nada cambia si miras fijamente la expresión en la cara del tramposo, pues te someterá igual a su carbonilla. Quien miente intenta confundirte por la espalda.
Algunas palabras son manejadas estos días con una destreza suprema para ocultar el pensamiento. Es otra precariedad política. Y no tiene que ver con el populismo exactamente, sino con saber que las reglas del circo mediático se engrasan con un aceite de falsedades. Y a partir de ahí, tiene razón Mamen, a disfrutar del escape room, que es la infantilización de la aventura. La política de ahora es eso: un caladero de trampas. Es un poder desmesurado con el que cuenta la clase política desde siempre. No es cuestión de autoridad, sino de la fuerza incontestada para fijar el engaño.
Que si el miedo a las derechas (las tres derechas), que si terror a la izquierda (las magras izquierdas)… Venga, hombre. Otro ramalazo ingrato de un país hermoso, confuso y frágil como este es el proxenetismo de la mentira política. No tenemos patente, pero tenemos ganas. Ellos apelan a la responsabilidad del voto, pero aún queda tiempo para detenerse y mirar los gestos y silencios de tantos candidatos. En esa comunicación no verbal alojan parte de su viscoso instinto. El ruido de la mentira asoma más que nunca entenebreciendo. A veces lo alimentamos. Y siempre, lo sabemos.