“Una de cada cinco adolescentes dominicanas es madre o está embarazada”.

“Apenas el 7% de los estudiantes dominicanos recibe algún tipo de educación sexual”.

“La mortalidad materna se sitúa en 159 por cada 1000 nacidos vivos”.

Estos datos reflejan parte de la realidad de la vida de las mujeres dominicanas, principalmente en los estratos sociales menos favorecidos. Ofrecen cifras que nos incriminan: a la jerarquía de las iglesias que expresan una evidente mala fe en cuanto a la discusión del proyecto de ley eminentemente razonable sobre Salud Sexual y Reproductiva; a nuestros políticos, que hasta ahora han preferido arroparse debajo de las faldas de las iglesias, y a todos los que prefieren cerrar los ojos por comodidad ante las condiciones de vida que padece nuestra juventud marginada.

Ha llegado el momento oportuno de poner orden en la casa, de cambiar el modelo y de romper con la ambigüedad que nos caracteriza y que tanto daño nos hace. Es necesario apostar a una sociedad laica. Uno de los beneficios inmediatos sería alejarnos de la hipocresía, de los tabúes y de la doble moral que impera en todos los ámbitos.

Ya no se pueden posponer políticas públicas claras apoyadas en un marco legal coherente, asentadas en los artículos 7 y 8 de la Constitución de 2010, donde se expresa que la función esencial del Estado es “la protección efectiva de los derechos de las personas”, o sea, los derechos de la niñez, de las mujeres, de la salud.

De allí la importancia que revisten los debates que genera el anteproyecto de Ley de Salud Sexual y Reproductiva, proyecto que lejos de ser revolucionario ha sido consensuado entre los principales actores partícipes del proceso.

Este marco legal es una plataforma mínima, moderada, que tiene por meta unir a la sociedad en torno a objetivos indiscutibles. A nivel público descansa sobre los ministerios de la Salud y de la Educación. Las iglesias, al igual que los demás actores de la sociedad civil, pueden opinar, o predicar, pero sus normativas deben regir el mundo de la fe y de los valores.

No es la educación sexual integral la que empujará más niñas hacia la sexualidad a destiempo. Al contrario: estamos muy claro que el primer factor a combatir en materia de la sexualidad de nuestros niños y niñas es el hacinamiento y la falta de lugares de sano espaciamiento en que los mantiene la pobreza extrema.

Con la aprobación de la ley se podrán limitar algunos dramas ligados a muertes maternas, a una iniciación sexual demasiado temprana, consentida, violenta o remunerada, y facilitar el acceso a métodos anticonceptivos adecuados. Quizás se logre favorecer un cambio de paradigma y una acogida más humana a tantas menores en dificultad extrema.

La ley no es una panacea. No debemos olvidar que el papel de los padres y madres en muchas situaciones que conciernen a las relaciones de sus hijas menores de edad con hombres mayores que ellas no es muy claro. Muchos se hacen de la vista gorda para salir de una boca adicional en la casa y obtener, eventualmente, algún  beneficio adicional. Muchas madres no denuncian la violencia sexual intrafamiliar. Esta es la realidad que debemos combatir.

El proyecto de ley, lejos de promover a Sodoma y Gomorra o el aborto, garantiza la vida de la madre en casos en que su vida está en peligro durante el embarazo: nada más cercano al derecho a la vida. Debemos recordar que en ningún país, por avanzada que sea su legislación autorizando el aborto y su reembolso por la seguridad social, se obliga a una mujer a realizar un aborto. Se trata siempre un acto doloroso, íntimo, cuya decisión  corresponde a cada ser humano en función de su credo religioso o filosófico.

Para opinar sobre temas de tan crucial importancia debemos tomar en cuenta las prácticas reales de los callejones. Para hacer un aborto las jóvenes de nuestros barrios marginados mandan a una amiga a comprar en la farmacia de la esquina pastillas de Cytotec. Las introducen un paquete en la vagina y, al mismo tiempo, tragan otra cantidad. En caso de no poder controlar el dolor y el sangrado, acuden a la emergencia de un hospital. No quieren que nadie de su entorno se dé cuenta del crimen que están cometiendo contra ellas mismas. Muchas veces ni acuden al hospital, y si deben hacerlo entran en pánico, ya que corre la voz que la mayoría de las veces son mal atendidas y que los procedimientos se les practican sin anestesia como para castigarlas aún más.

Traumatismos físicos, secuelas psicológicas, maternidades irresponsables, aumento de las enfermedades de transmisión sexual, son algunos de los resultados del laissez-faire actual amparado por las iglesias. Ya es tiempo de avanzar en el estado de derecho de mano de la ley para mejorar la salud sexual y reproductiva de la mujer dominicana.