Albert Camus (1913-1960) fue uno de los autores de culto que atesoró mi generación. Miembro de una familia de colonos franceses (despectivamente llamados pieds-noirs), era hijo de la pobreza, de un héroe de la primera guerra fallecido en la batalla del  Marne y de una madre analfabeta y casi sorda, a la que dedicó un libro que no leería. Su nombre era Catalina Elena Sintes, de una familia natural de Menorca, y a pesar de sus limitaciones le enseñó español y catalán. Su vida corta y fecunda terminó trágicamente en un extraño accidente automovilístico.

Camus no era, pues, un francés típico y parte de su obra y de su pensamiento  tienen raíces profundas en su nativa Argelia. Fue siempre un disidente, un rebelde, y con motivo del centenario  de su nacimiento resulta grato pasar revista a su valiosa contribución a las letras y a la humanidad, a su primera novela en este caso, la que se traduce como “El extranjero”, que en francés tiene, según los entendidos, otro significado, otros matices lingüísticos.

El protagonista de “El extranjero” es más bien un extraño, un alienado, un hombre al parecer sin querencia ni propósitos, que no manifiesta sus emociones, que vive solamente por vivir en una total indiferencia, casi como perdido en el tiempo y el espacio, ajeno en ocasiones a los más elementales sentimientos. Hay por lo menos tres pasajes de antología que describen al personaje en cuerpo y alma.

“Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé. Recibí un telegrama del asilo: ‘Falleció su madre. Entierro mañana. Sentidas condolencias.’ Pero no quiere decir nada. Quizá haya sido ayer.

“El asilo de ancianos está en Marengo, a ochenta kilómetros de Argel. Tomaré el autobús a las dos y llegaré por la tarde. De esa manera podré velarla, y regresaré mañana por la noche. Pedí dos días de licencia a mi patrón y no pudo negármelos ante una excusa semejante. Pero no parecía satisfecho. Llegué a decirle: ‘No es culpa mía.’ No me respondió. Pensé entonces que no debía haberle dicho esto. Al fin y al cabo, no tenía por qué excusarme. Más bien le correspondía a él presentarme las condolencias. Pero lo hará sin duda pasado mañana, cuando me vea de luto. Por ahora, es un poco como si mamá no estuviera muerta. Después del entierro, por el contrario, será un asunto archivado y todo habrá adquirido aspecto más oficial.

“Tomé el autobús a las dos. Hacía mucho calor. Comí en el restaurante de Celeste como de costumbre. Todos se condolieron mucho de mí, y Celeste me dijo: ‘Madre hay una sola.’ Cuando partí, me acompañaron hasta la puerta. Me sentía un poco aturdido pues fue necesario que subiera hasta la habitación de Manuel para pedirle prestados una corbata negra y un brazal. El perdió a su tío hace unos meses.

Albert Camus“Corrí para alcanzar el autobús. Me sentí adormecido sin duda por la prisa y la carrera, añadidas a los barquinazos, al olor a gasolina y a la reverberación del camino y del cielo. Dormí casi todo el trayecto. Y cuando desperté, estaba apoyado contra un militar que me sonrió y me preguntó si venía de lejos. Dije ‘sí’ para no tener que hablar más.

“El asilo está a dos kilómetros del pueblo. Hice el camino a pie. Quise ver a mamá enseguida. Pero el portero me dijo que era necesario ver antes al director. Como estaba ocupado, esperé un poco. Mientras tanto, el portero me estuvo hablando, y enseguida vi al director. Me recibió en su despacho. Era un viejecito condecorado con la Legión de Honor. Me miró con sus ojos claros. Después me estrechó la mano y la retuvo tanto tiempo que yo no sabía cómo retirarla. Consultó un legajo y me dijo: ‘La señora de Meursault entró aquí hace tres años. Usted era su único sostén.’ Creí que me reprochaba alguna cosa y empecé a darle explicaciones. Pero me interrumpió: ‘No tiene usted por qué justificarse, hijo mío. He leído el legajo de su madre. Usted no podía subvenir a sus necesidades. Ella necesitaba una enfermera. Su salario es modesto. Y, al fin de cuentas, era más feliz aquí." Dije: ‘Sí, señor director.’ El agregó: ‘Sabe usted, aquí tenía amigos, personas de su edad. Podía compartir recuerdos de otros tiempos. Usted es joven y ella debía de aburrirse con usted.’

“Era verdad. Cuando mamá estaba en casa pasaba el tiempo en silencio, siguiéndome con la mirada. Durante los primeros días que estuvo en el asilo lloraba a menudo. Pero era por la fuerza de la costumbre. Al cabo de unos meses habría llorado si se la hubiera retirado del asilo. Siempre por la fuerza de la costumbre. Un poco por eso en el último año casi no fui a verla. Y también porque me quitaba el domingo, sin contar el esfuerzo de ir hasta el autobús, tomar los billetes y hacer dos horas de camino.”

Esa misma indiferencia lo lleva mecánicamente a involucrarse en una rencilla contra unos árabes, y aunque el asunto no le concierne completamente, toma la iniciativa y ejecuta a uno de ellos con la frialdad de un sicópata. Es el pasaje más brillante del libro. Más bien alucinante: Sólo comprendió “que había destruido el equilibrio del día.”

“Pensé que me bastaba dar media vuelta y todo quedaría concluido. Pero toda una playa vibrante de sol apretábase detrás de mí. Di algunos pasos hacia el manantial. El árabe no se movió. A pesar de todo, estaba todavía bastante lejos. Parecía reírse, quizá por el efecto de las sombras sobre el rostro. Esperé. El ardor del sol me llegaba hasta las mejillas y sentí las gotas de sudor amontonárseme en las cejas.

“Era el mismo sol del día en que había enterrado a mamá y, como entonces, sobre todo me dolían la frente y todas las venas juntas bajo la piel. Impelido por este ardor que no podía soportar más, hice un movimiento hacia adelante.

“Sabía que era estúpido, que no iba a librarme del sol desplazándome un paso. “Pero di un paso, un solo paso hacia adelante. Y esta vez, sin levantarse, el árabe sacó el cuchillo y me lo mostró bajo el sol. La luz se inyectó en el acero y era como una larga hoja centelleante que me alcanzara en la frente. En el mismo instante el sudor amontonado en las cejas corrió de golpe sobre mis párpados y los recubrió con un velo tibio y espeso. Tenía los ojos ciegos detrás de esta cortina de lágrimas y de sal. No sentía más que los címbalos del sol sobre la frente e, indiscutiblemente, la refulgente lámina surgida del cuchillo, siempre delante de mí. La espada ardiente me roía las cejas y me penetraba en los ojos doloridos. Entonces todo vaciló. El mar cargó un soplo espeso y ardiente. Me pareció que el cielo se abría en toda su extensión para dejar que lloviera fuego. “Todo mi ser se distendió y crispé la mano sobre el revólver. El gatillo cedió, toqué el vientre pulido de la culata y allí, con el ruido seco y ensordecedor, todo comenzó. Sacudí el sudor y el sol. Comprendí que había destruido el equilibrio del día, el silencio excepcional de una playa en la que había sido feliz. Entonces, tiré aún cuatro veces sobre un cuerpo inerte en el que las balas se hundían sin que se notara. Y era como cuatro breves golpes que daba en la puerta de la desgracia.”

Durante el juicio exhibirá la misma frialdad e indiferencia y la acusación por la que lo condenan proviene del testimonio de quienes declaran que no lloró en el entierro de su madre. El desencuentro con el sacerdote en su celda cierra con broche de oro esta obra maestra:

“El sacerdote miró alrededor y respondió con voz que me pareció súbitamente muy vencida: ‘Sé que todas estas piedras sudan dolor. Nunca las he mirado sin angustia. Pero, desde lo hondo del corazón, sé que los más desdichados de ustedes han visto surgir de su oscuridad un rostro divino. Se le pide a usted que vea ese rostro.’

“Me animé un poco. Dije que hacía meses que miraba estas murallas. No existía en el mundo nada ni nadie que conociera mejor. Quizá, hace mucho tiempo, había buscado allí un rostro. Pero ese rostro tenía el color del sol y la llama del deseo: era el de María.”

“¡No, no puedo creerle! ¡Estoy seguro de que ha llegado usted a desear otra vida!’ Le contesté que naturalmente era así, pero no tenía más importancia que desear ser rico, nadar muy rápido, o tener una boca mejor hecha. Era del mismo orden. Me interrumpió y quiso saber cómo veía yo esa otra vida. Entonces, le grité: ‘¡Una vida en la que pudiera recordar ésta!’ e inmediatamente le dije que era suficiente. Quería aún hablarme de Dios, pero me adelanté hacia él y traté de explicarle por última vez que me quedaba poco tiempo. No quería perderlo con Dios.”

“Nada, nada tenía importancia, y yo sabía bien por qué. También él sabía por qué. Desde lo hondo de mi porvenir, durante toda esta vida absurda que había llevado, subía hacia mí un soplo oscuro a través de los años que aún no habían llegado, y este soplo igualaba a su paso todo lo que me proponían entonces, en los años no más reales que los que estaba viviendo.”