El 10 de noviembre del año 1989 caía el Muro de Berlín, uno de los símbolos más emblemáticos de la Guerra Fría y de la pugna ideológica que caracterizó a toda una época. A penas dos años después, como si se tratase de un efecto sistémico, se desintegró para siempre la nombrada Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas caracterizadas por más de seis décadas por una centralización marxista que logró rivalizar con los EEUU las cuestiones más estratégicas en el espectro global. Para entonces, quedaba en nuestra región una pequeña isla que tendría ahora que mantenerse en sus principios revolucionarios sin claudicar ante las lógicas adversidades que se le presentaría en un mundo que, temporalmente, se tornaba unipolar.

Era Fidel la inspiración de miles de jóvenes latinoamericanos que se oponían a la hegemonía de los principios norteamericanos, y así como Máximo Gómez encendió la tea en la lucha por la independencia cubana, el fervor revolucionario era alimentado cada vez más por la figura del líder de la Revolución. Pero Cuba estaba sola, no había en la región, salvo contadas excepciones, estados afines que compartieran sus criterios, lo que hacía más difícil la supervivencia de la Cuba Socialista cuando tenían que enfrentar no solo un bloqueo económico, sino todo tipo de vejámenes y exclusiones de los organismos regionales e internacionales en los que participaba el país más poderoso del mundo.

La unificación ideológica de un mundo dividido era evidente, y si se alzaban voces disidentes parecían insignificantes. La victoria de una Democracia Formal asentada en un modelo capitalista y de libre mercado fue tan indiscutida, que la época inspiró tesis de no poca significación como la que planteara Francis Fukuyama en el 1992 bajo el título “El fin de la historia y el último hombre”, abocándose con ello a un criterio concluyente de la historia que daba al traste con un mundo final basado en la democracia liberal impuesta tras el fin de la Guerra Fría.

Pero contrario a lo que se creía las ideas socialistas no habían perecido, sino que dormían bajo las esperanzas de miles de personas en Latinoamérica que consideraban como no superados los problemas que la democracia formal prometía resolver. Para ello necesitaba reinventarse, replantear argumentos estratégicos y principios rectores para su adecuación a los nuevos tiempos, y así como resurgiera el Liberalismo Económico tras la recesión del año 1929; renacer con nuevos rostros el Socialismo Moderno.

De repente en Latinoamérica comenzaron a aparecer liderazgos más críticos a las políticas de los EEUU, gobiernos que renegaban de la tesis finalista de Fukuyama, presidentes que una vez fueron dirigentes sociales y que vieron a Fidel Castro combatir en soledad las ideas hegemónicas que lo enfrentaban, y gobernantes que por primera vez se parecían a sus gobernados. Solo en Venezuela con Hugo Chávez, en Bolivia con Evo Morales, y en Ecuador con el presidente Correa, se comenzó a ondear la bandera de un nuevo modelo socialista; el llamado Socialismo del Siglo XXI.

Ya Cuba no era el único país que se negaba a aceptar las prescripciones de Washington, ahora había otros de igual o mayor peligrosidad. Era frecuente escuchar comentaristas o políticos estadunidenses decir que Hugo Chávez, como presidente de Venezuela, había llegado a ser más peligroso para los EEUU que lo que Fidel Castro había sido en toda su historia.  Pero ¿En qué medida le importaba todo esto a los EEUU? ¿O qué tanta atención le merecía en realidad a la potencia mundial que el mapa geopolítico de la región latinoamericana estuviera cambiado? Sorprendentemente, la respuesta nos la da anticipadamente el profesor Juan Bosch. Aunque no constituye la idea central del ensayo, el profesor Bosch en su tesis “Dictadura con Respaldo Popular” explica el papel que juegan las oligarquías en nuestros países y de cara a los EEUU. Empresas de importante significación permiten la satisfacción económica de los EEUU en los países latinoamericanos, y cuando aquellos intereses se ven afectados por una sorpresiva manifestación social, entonces intervienen directamente si fuera necesario.

Como aquellos gobiernos, calificados de populistas por algunos detractores, vedan las operaciones económicas y foráneas con la intervención directa de sus Estados, resultan un peligro para los intereses extranjeros y hay que buscar pronto la manera de extirparlos. El método para desplazar dichos gobiernos es variado y se expresa desde el financiamiento de un Golpe de Estado directo hasta el burdo descrédito ante la comunidad internacional. Pero como así de rápido ocuparon aquellos gobiernos de la izquierda contemporánea el poder de muchos de los países latinoamericanos, así de fugaz vienen pasando sus líderes, dejándoles el espacio una vez más a la derecha tradicional. La historia parece ser cíclica y se repite aunque con matices diferentes.

Por el momento resulta imprevisible el futuro inmediato de la región y lo que ha de acontecer con el proyecto socialista reiniciado por los líderes latinoamericanos, pero el curso de la historia moderna ha evidenciado una  realidad que invalida el criterio ya anacrónico de Francis Fukuyama; pues la historia no ha terminado y aún coexisten muchos hombres que permanecen de pie.