-¡Miedda! ¡Me acaban de asesinar en Barranquilla!- dijo Ceferino Ruíz a la azafata.

-Sí, lo acabo de leer en “El Heraldo” de hoy-le respondió la mujer.

El vuelo 333 de Avianca flotaba sobre Miami, listo para aterrizar en medio de la lluvia, a eso de las diez y media de la mañana del miércoles 5 de octubre.

No había habido turbulencia y los pasajeros respiraron de alivio, listos para empezar a aplaudir. El terror a las alturas los hace siempre aplaudir espontáneamente.

Este es un tipo de terrorismo voluntario que neutraliza a las neuronas de muchos viajeros al volver a tocar la tierra. Por eso aplauden como si volvieran a nacer después del terror de descender de las alturas.

Por eso también Ceferino Ruíz pensó que acababa de aterrizar en otra galaxia.

Cruzó las dos fronteras, la de la inmigración y la de la aduana, después de caminar en fila india por quince interminables minutos de incertidumbre, pues el andén del aeropuerto internacional de Miami parece ser el más largo (un kilómetro y medio) y el menos hospitalario del mundo. Extranjero que llega, extranjero que no desea volverlo a pisar jamás.

Hasta la sonrisita del inspector le pareció sospechosa, porque traía camufladas en sus tripas diez kilos de cocaína pura. El chequeo, sin embargo, fue rutinario y salió de aquel purgatorio antes de lo que canta un gallo.

-¡Cada día se aprende algo nuevo!-suspiró Ceferino Ruiz al salir de la aduana.

-Me acaban de medir el aceite en Barranquilla- fue lo primero que le dijo a su amigo Curulo Isaías, que lo esperaba en el “Concourse G”. Ambos eran de Santiago de Cuba y llevaban varios años instalados en la Pequeña Habana, apenas a veinte minutos del aeropuerto Internacional de Miami.

-¿Dónde está la metáfora?- le preguntó Curulo Isaías en clave tan pronto salieron del estacionamiento.

-La cagaré esta noche a las 12 en punto antes del Meridiano. Ni muy antes ni muy después, como dice el Eclesiastés; todo a su hora exacta.

Estos cubano-americanos eran dos narcotraficantes sofisticados y hasta se sabían la Biblia de cabo a rabo, aunque nunca la ponían en práctica.

Al entrar en el viejo chevy blanco del año catapúm, Ceferino Ruíz estrelló su rodilla izquierda involuntariamente contra la puerta derecha y se dislocó de nuevo el menisco, que ya estaba inservible desde que en Cuba se lo reventaron de un batazo en la cárcel de Boniato, una de las cárceles especializadas en prisioneros políticos. Allí había pasado 15 años de penurias y allí también aprendió a leer la Biblia, hasta que lo indultaron durante una visita a la isla del Reverendo Jessie Jackson.

El dolor fue descomunal y Ceferino Ruíz se dobló en dos, como una espiga que se parte por la cintura ante la embestida del viento. Su figura de 6 pies se desmoronó como las torres gemelas de Nueva York o como un acordeón de Valledupar tocando el último vallenato.

-¡Curulo, para el carro, que voy a vomitar!- gritó Ceferino Ruíz al llegar a la avenida “Le Jeune” del noroeste de Miami, antes de enfilar hacia la Pequeña Habana, que no se parece en nada a la Habana, a pesar de haber sido el lugar donde originalmente acamparon los primeros exiliados cubanos.

Vomitó seis de las 12 funditas plásticas que llevaba escondidas en sus entrañas como condones de alabastro. Las recogió de la acera y las limpió, una a una, con la solicitud de una madre soltera abandonada. Sacó de la guantera del viejo chevy blanco de Curulo Isaías una retahíla de clínexes blancos que siempre llevaban camuflados, por si las moscas, como ex miembros del “DGI” (inteligencia militar cubana).

Se sacudió la nariz y se enjugó  las tres lágrimas que habían humedecido su cara de hule barato,  se acarició el menisco con su mano izquierda con la esperanza de que, al llegar al apartamento, iba a encontrar agua oxigenada para curarse.

-¡Ño, qué dolor más grande!-sollozó- Por favor, procede con cuidado no sea que los buitres nos estén espiando.

En aquellos días, como si se tratara de las Torres Gemelas, estaban desboronando (para ensanchar al aeropuerto) a todos los edificios aledaños a la Avenida Le Jeune, la 8va avenida, que atraviesa  de punta a punta el Noroeste de Miami, disecando en dos mitades a la ciudad de Hialeah (de donde es Alicia Ortega Hasbún).

Miami había crecido alrededor de su aeropuerto, el único en el mundo ubicado medio a medio de la zona urbana, una especie de “Sabana Perdida” camino al pueblito de Los Mina en Santo Domingo.

-¡Alabao! Se ve que el guantazo te ha dejao turulato!- musitó Curulo Isaías.

– No te preocupes, demos dos vueltas alrededor de la Calle Ocho y la 27 Avenida, antes de la entrada a Coral Gables, por si las moscas.

Después de cerciorarse de que no había moros en la costa y de que nadie los seguía, estacionaron al viejo chevy blanco en la avenida 22, cerca de la “Casa Juancho”, el mejor restaurante asturiano de Miami. Sacaron las dos maletas, tomaron el pequeño elevador eléctrico y subieron al tercer piso, al apartamento

#36-S, desde donde se divisa la mal llamada “Pequeña Habana”, diez cuadras antes de llegar al “Parque del Dominó”, dedicado a José Martí, que queda en la calle ocho con la 12 avenida del Sudoeste de Miami. Era como si hubieran regresado a Cuba de mentiritas, porque de aquello nada. No tiene ningún parecido con la Cuba real.

Metieron el llavín en la puerta de entrada y-¡zás!- penetraron en la salita cerrando la puerta de un cantazo. Sin embargo, al abrir la puerta del dormitorio e intentar poner la maleta sobre el camastro, escucharon el chasquido metálico de una 45, a escasos centímetros de la cabeza de Ceferino Ruiz-¡tráquete!

-¡A cagá se ha dicho, mula err diablo- ordenó uno de los buitres, mientras el otro encañonaba a Curulo Isaías con otra 45. Todos hablaban en puro cubano: ¡vamo, dale, chico, o te meto una bala por la siquitrilla que te va a matá de la churria!

-¡A cagá ahora mimo!- gritó el segundo buitre, como un banquero suizo.

-¡Pero si apena tamo llegando, carajo!. Tenemo que eperá a la 12 en punto.

-¡Siéntate en el trono ahora mimo!- dijo- haciendo ademanes con la 45 de que procedieran hacia el cuarto de baño a sentarse en el trono de marfil.

¡Hasta el trono de los traquetos es de mármol! ¡Qué barbaridad más grande!

Sus retretes se parecen a las “sillas de alfileres” de los presidentes latinoamericanos

Demás está decir que el susto le produjo a Ceferino Ruíz un tranque automático del esfínter y que eran las 12:35 de la madrugada y el hombre no había botado ni una lombriz palúdica. Ese tranque le costó la vida, porque a uno de los buitres, nervioso y frustrado por la larga espera de la cagadera que no llegaba y el penetrante vaho del sanitario, se le zafó un tiro y ¡pum! la bala se le incrustó a Ceferino Ruiz entre el coxis y las dos nalgas, produciéndole una diarrea-hemorrágica instantanea.

Al otro día, cuando llegó la policía científica de Miami, con el Sargento Pérez Medina a la cabeza, encontraron a Ceferino Ruíz convertido en una estatua de Rodó.

Sentado aún en el trono de marfil parecía la réplica de Luis XIV, el Rey Sol de Francia, igualito al retrato de cualquier presidente defecando sobre su propio pueblo, como siempre hacen los políticos de todas partes del globo terráqueo.

Ceferino Ruiz todavía sostenía en su diestra la edición de “El Heraldo de Barranquilla”, del miércoles 5 de octubre. En la primera página se leía en letras grandes: “Policía metropolitana encuentra al cubano ex miliciano, Ceferino Ruíz, suicidado en un charco de su propia mierda”.

Desde entonces ha llovido mucho pero los políticos continúan como si tal cosa, hasta el punto de que uno de ellos declaró recientemente, como si se tratara de una gran profecía: “nuestros pueblos no son más que unos pueblos muertos de mierda”.