En 1980, cursaba la carrera de Artes Publicitarias en la UASD. Hacia el segundo semestre, debía escoger entre la sección de Estética I impartida por Aída Cartagena Portalatín o la sección de la misma materia impartida por Pedro Mir.
La elección, en principio, se me hizo difícil. Finalmente, opté por cursar la materia con Cartagena Portalatín, urgida por el deseo de estar cerca de esa escritora imponente que veía caminar por los pasillos de la Facultad de Humanidades con un carterón sobre los hombros, y cara de pocos amigos.
Mi deseo no pudo cumplirse, ya que la sección de Estética I impartida por Aída fue cancelada debido a la poca cantidad de estudiantes inscritos en ella. Luego supe que la culpa la tenía el carácter de la profesora, que no le paraba bola a los relajos ni desganos de los estudiantes. Por ejemplo, en una ocasión, la ilustre profesora sacó de la clase a una estudiante por estar masticando chiclet.
Así que tomé la clase con Mir. Más de 50 alumnos colmaban el salón de clases, aquella tarde calurosa de agosto alborotada por ruidos y distracciones exteriores en que por primera vez lo vi. Me sorprendió la fragilidad de su figura en contraposición con su segura y varonil elegancia, o como dijo hace poco el periodista José Arias: “su aire único de Marqués”. A partir de entonces no pude evitar ser toda oídos para el más sabio y humano maestro que he tenido jamás.
Desde un principio, el maestro nos aclaró que el examen final consistiría en escribir un ensayo en el que debíamos desarrollar nuestra propia concepción de la Estética, luego de nutrirnos de lo aprendido a lo largo del semestre. La mayoría de los estudiantes se mostraron muy preocupados ante esta tarea que los obligaba a pensar en vez de simplemente repetir frases y conceptos. Hay que decir que aquella no era una clase muy disciplinada; algunos de los estudiantes (especialmente los que se sentaban en las últimas filas) no parecían muy interesados en lo que hablaba el profesor. Para colmo, en ocasiones, la clase era interrumpida por tres o cuatro estudiantes de cualquiera de las federaciones, que portando una bandera y unos cuantos panfletos, irrumpían en el salón “haciendo un llamado a los compañeros para que se movilicen a favor del hermano país de Corea del Sur…”
Mientras una buena parte del estudiantado abandonaba la clase en estampida, aprovechando la excusa de la movilización, el poeta, sonriente e imperturbable, proseguía conversando con los estudiantes que preferíamos escucharlo. Entre ellos, recuerdo de manera especial a un joven que a mí me parecía viejo debido a su barba, sus ojos grandes y acuosos y su expresión meditabunda y callada. Se trataba de Fernando Valerio Holguín, en la actualidad, profesor en Colorado State University, y uno de nuestros mejores escritores, aparte de excelente crítico literario.
Llegado el final de semestre, tomé una decisión osada, que sin embargo, era la única que entendía posible: en vez de escribir un ensayo sobre mi concepción de la Estética, metí cinco poemas de mi autoría dentro de un sobre manila y con más miedo que vergüenza, se los entregué al profesor, firmándolos con mi nombre de matrícula: Aurora Bienvenida Libertad Arias Almánzar.
El día de entrega de las notas, al entrar a la clase, la sonrisa de mi querido maestro mostraba un brillo especial. Sin preámbulos, comentó que se sentía feliz, pues había descubierto que entre sus estudiantes existía una poeta. El corazón se me estremeció al escuchar esas palabras que más adelante habrían de servirme para enfrentar con mayor confianza a los dragones de los celos y la mezquindad que se cruzan en el camino de todo aquel o aquella que intenta abrirse paso de una manera honesta y genuina en el medio literario.
Don Pedro también tuvo la generosidad de abrirme las puertas de su casa, donde me sugirió que acortara mi nombre a la hora de publicar mis escritos. Le parecía que Aurora Arias sería más fácil de recordar y tenía “una mayor cadencia”.
Mi entrañable agradecimiento al Poeta y maestro, en el centenario de su nacimiento.