El General Radhamés Zorrilla Ozuna y yo, tenemos muchas cosas en común. Lo primero es que somos dos morenitos de origen humilde, procedentes de algún campo de Hato Mayor. Estudiamos en esa población y luego nos trasladamos a la Capital donde ingresamos a las FFAA. Yo a la Marina de Guerra y luego él, al Ejército Nacional.
A pesar de nuestra procedencia común, no nos conocimos hasta principios de los años 90 cuando ya teníamos rangos de oficiales superiores en nuestras respectivas instituciones. Nuestro primer encuentro fue en la circunstancia de aquellos "Coroneles de Peña Gómez". Además de identificamos profundamente con los propósitos de ese gran líder en torno a las pretensiones de continuidad del caudillo reformista, más allá del resultado de las esperadas elecciones de 1994, la afinidad no fue difícil que surgiera. Así sucede entre personas de origen, estrato social y hasta características étnicas similares.
Juntos, sobrepasamos las tensiones del proceso electoral de ese año y la crisis pos electoral que le siguió, esperando las instrucciones para una intervención que no se produjo por la vocación al dialogo del gran líder que aupaba ese noble proyecto.
Juntos, observamos y criticamos la traición y la ambivalencia de principios que demostraron algunos, comprometidos solamente con sus apetencias particulares, incluso, algunos de los que dirigían nuestro movimiento. Valoramos también la perseverancia de otros en los principios que defendíamos.
Con igualdad de propósitos seguíamos el pensamiento de José Francisco Peña Gómez y luego el proyecto de Hipólito Mejía y en nuestras confidencias, aunamos condenas a los oportunistas y traidores al movimiento. Recuerdo sus manifestaciones de lealtad, rayanas al fanatismo irracional. ¡Cuánto contraste con su nuevo discurso peledeísta!
En el poder, coincidimos y enfrentamos juntos las saetas de quienes nunca perdonan al "de abajo" que sube, y sobre todo, aquellos sectores recalcitrantes y enemigos crónicos de todo lo que se vincula al PRD, a Peña Gómez o a Hipólito Mejía. Esto comprendía, políticos, medios, ministros eclesiásticos y sectores económicos influyentes.
Los dos pudimos cometer condenables errores en la forma de manifestar nuestro agradecimiento al Presidente que tanto hizo por nuestras instituciones y como consecuencia, provocamos los implacables embates de quienes siempre encontraban motivos para ensañarse contra el objetivo de aquel momento; Hipólito Mejía o sus cercanos.
Cuando ya concluimos el servicio militar, él exploró en la actividad política militante. Creó una organización, mientras yo dudaba de su suerte en la nueva empresa ¿Cuál es la suerte de un partido creado por un guardia? La repuesta se extraía de la historia; la mediocridad a la que puede aspirar un improvisado. Yo no le acompañaría en su proyecto ni tampoco crearía el propio.
Sin ningún éxito, apeló al origen y pasado común para procurar mi adhesión a su proyecto. Obviamente no le escuché. En este nuevo proyecto, no podíamos coincidir. Se perdieron las similitudes cuando se declaró político y comenzó a perfilarse entre quienes con ofertas vagas aspiran demasiado.
Comenzó como lo hacen todos, crean una imagen de vocación al servicio social, tras el cual esconden sus aspiraciones personales. Y para fraguar este propósito, la Fundación "sin fines de lucro", no faltó como trampolín para el Partido. Nada condenable, porque después de todo, para muchos, lo moral no se sobrepone al objetivo.
Pronto demostró su perfil de político "exitoso"; su organización sería ofertada al mejor postor como una mercancía electoral. Sin embargo, comenzó con torpezas. En el primer intento, su visión política le falló. Hizo lo que ningún partido había hecho en este país, hacer alianza con un precandidato de otro partido. Y lo hizo con el que estaba destinado a perder. Falló el "ojo clínico" que debe tener un buen oportunista. Trató de apostar al que iba a ganar, pero entendió que quien solo tenía un 4% "no iba para ningún lado". Y se equivocó. Perdió de quien nunca debió enfrentar, porque a costa de él, solo había ganado.