Si hay algo respecto a lo cual no existen  diferencias entre el gobierno, la oposición, el empresariado y la sociedad civil es la necesidad  urgente de encarar el déficit en las finanzas públicas, no importa de cuanto se trate. Tampoco parecen haberlas  sobre una reforma o ajuste fiscal, sugerida periódicamente por el Fondo Monetario Internacional, que ve con optimismo la marcha de la economía, y que muchos entienden una  necesidad “inminente”.

El problema consiste en el camino a seguir para llegar a esa meta. Y aunque existe una coincidencia  razonable de pareceres en cuanto a que la fórmula deseada debe contener una mezcla de ajuste tributario y reducción de gasto público, no se ha llegado todavía a un consenso que facilite la tarea. El nudo que la detiene parece estar en los montos. Un ajuste fiscal implicaría recorte en el gasto y un aumento de tributos y nadie ha propuesto otra fórmula para lograrlo. Ahora bien, ¿cuánto del uno y cuánto del otro?

Para evitar nuevas cargas que graviten sobre las clases medias, y promuevan descontento social, se ha recomendado un reajuste de exenciones, cuyo monto es similar o superior, según economistas, al déficit mismo. Muchas áreas importantes de negocios subsisten a la sombra de esas exenciones y desde que se toca el tema  se oyen gritos de que algunas desaparecerían si el gobierno las elimina o reduce. Es evidente que su eliminación total tendría un efecto de shock en la economía, pero las gracias tributarias se justifican para alentar nuevas actividades productivas. Se justifican por un tiempo, no para siempre.

Cualquiera sea la ruta que se tome, el ajuste o reforma, como quiera llamársele, no podrá ser postergado indefinidamente. Si el consenso se hace imposible, solo quedaría la decisión unilateral del gobierno, al que luego no se podría culpar por ello.