Me levanto y me acuesto, leo y veo los noticiarios, se ha cerrado la esperanza. El mundo se cierra a lo banal, a lo innecesario y a lo superfluo, ya no importan horas, reuniones, ni la cantidad de dinero que podamos tener o guardar. No importa el tiempo que pasa sin que nos demos cuenta, sin importar la marca de nuestro reloj.
Como pajaritos, amanecemos a la luz del día, gorjeamos unos buenos días, y les explicamos a nuestros hijos, qué es y que nos está pasando, por qué no vamos a la escuela, y porque no vamos a la oficina. Por qué no podemos ir al cine, y porque estoy siempre en casa.
Y es que una cosa tan pequeña, nimia e insignificante, un ente microscópico y tan simple como los elementos primigenios que nos crearon, átomos, neutrones, protones, electrones, antimateria, nos tienen austeros, medrosos y con los ojos mirando lo que realmente importa, que no es más que los nuestros y aquellos que siempre estarán a través del tiempo y las tribulaciones, la familia, los amigos, los hijos, las hijas, las madres, los padres.
Sociedades desarrolladas, que tienen bomba atómica, aviones supersónicos, armas de rayos laser, vehículos que circulan con energía solar, parques eólicos inmensos, y desarrollos absolutos sobre la igualdad y la equidad, se hacen de la vista gorda y permiten sin pena alguna que sus mayores sean ciudadanos desechables y pérdidas colaterales en esta pandemia maldita y deshumanizante, volviendo al miedo, volviendo a la caverna, donde los viejitos eran dejados en las cuevas, con algo de provisiones para hacer la muerte segura más llevadera.
El Sol sigue saliendo, sorprendentemente bello y luminoso, la tarde nos cubre con su esplendor hermoso y cierto, con atardeceres sorprendentes y crepúsculos ansiosos de engañar la noche. El viento nos sigue acariciando, la noche nos sigue protegiendo en un manto sagrado y negro que nos lleva al descanso y al escape del miedo, mediante una muerte de horas tan necesaria en estos tiempos.
Solo nos queda esperar.
Esperar que un Dios misericordioso y bueno, todopoderoso y noble, haya entendido que la enseñanza ha sido suficiente, que es bastante el dolor de lo que hemos creado, que basta ya con las muertes que hemos causado, que la cura, esperada y solicita, llegue antes, que llegue ahora, y que sea bastante para todos. Esperar un milagro dulce y prometedor que nos haga cómplices de lo divino, adoradores de lo único real.
Mientras esperamos, mientras nos dolemos en nuestras heridas, mientras vemos como pasan los segundos, los minutos, las horas, y los días, entendamos que la paciencia es nuestra única amiga, en estos tiempos, reconciliarnos con nosotros mismos, perdonarnos, reflexionar. Mirar fotos viejas con nuestros hijos, jugar en la cama, arroparnos y mimarnos, querernos como nunca, como si realmente, no fuéramos a despertar.
Mientras como Benedetti, deseo que todos sigamos, ¨jodidos pero radiantes.¨