En la niñez una mamá es lo más grande que se tiene. Es para muchos la primera figura de apego, la que responde a nuestras necesidades, nos da seguridad y confianza. A medida que vamos creciendo, somos más independientes y autónomos. La relación madre-hijo va cambiando, generando a menudo dolor y frustración, a pesar de ser saludable para ambos.
A la mayoría de nosotros se nos hizo difícil comunicarnos y comprender a nuestras mamás en la adolescencia, a pesar de sentir su amor en todo momento. Nos molestaba que se metieran demasiado, preguntaran más de la cuenta, nos corrigieran o quisieran controlarnos, sin darnos cuenta en ese momento que cada una hacía todo lo mejor que podía con mucho esfuerzo en las circunstancias y en el contexto que les tocó vivir.
Al convertirme en mamá hace 18 años, y durante todo este tiempo, he podido comprender mucho mejor a mi mamá y confirmar que, por más esfuerzo que hagamos, siempre cometeremos errores y habrán cosas que podríamos hacer mejor. Al igual que nos pasó, nuestros hijos también encontrarán aquello que les molesta y que tendrán que aceptar de nosotros, con excepción de cualquier tipo de maltrato. Así como no es fácil ser mamá, tampoco es fácil ser hijo. Cada uno vive su experiencia, adaptándose y aprendiendo a convivir de la mejor manera posible.
Repetimos, sin darnos cuenta, los patrones de crianza de nuestros padres, las mismas frases que ellos utilizaban, los mismos gestos, actitudes y respuestas similares. Son nuestro referente. Nos queda rescatar lo mejor de nuestras madres y desechar aquello que consideramos se debe hacer diferente. Lo intentamos hacer lo mejor que podamos, sabiendo que no siempre obtendremos los resultados deseados… ¡Y no importa!
Es así como, al pasar el tiempo, valoramos cada vez más a nuestras mamás y nos damos cuenta del reto que implica, no solo tener un hijo, sino cuidarlo, guiarlo, acompañarlo, amarlo, perdonarlo, aceptarlo, dejarlo crecer, aprender y enfrentar el mundo. Todo esto sin esperar nada a cambio y dispuestas a ser ignoradas, criticadas y relegadas en momentos dados. Pero a pesar de esto, procuremos sentir la gran satisfacción del deber cumplido. Nuestros hijos y la sociedad lo agradecerán.
Así como nuestras madres no fueron perfectas, nosotras tampoco lo somos ni lo seremos. Intentarlo es nadar contra la corriente. Veo muchas madres con mucho estrés y sentimiento de culpa, preocupándose por cosas que no tienen importancia. Recibimos información y seguimos recomendaciones para ser las “súper mamás”, olvidando muchas veces lo esencial e importante: lograr que nuestros hijos se sientan seguros, puedan confiar en si mismos y en nosotros, sean responsables y autónomos. Estamos tan preocupadas y ocupadas con lo que “debemos hacer” que nos perdemos de los momentos y oportunidades que se nos presentan cada día para compartir, interactuar y educar a nuestros hijos, amándolos incondicionalmente. A partir de ahí, todo es posible.
Algún día nuestros hijos también nos comprenderán y perdonarán nuestras fallas.
Celebremos la aventura de ser mamá sin remordimientos. Escuchemos buenos consejos, pero, sobre todo, escuchemos nuestro corazón y escuchemos a nuestros hijos. Ellos nos ayudarán a ser la mejor versión de nosotras mismas, siempre y cuando estemos abiertas y dispuestas.